Vidas en venta en Nueva España

Pilar Gonzalbo Aizpuru

La esclavitud fue común para las personas de origen africano; incluso en los conventos las tenían de esclavas. Debido a su costo, los amos no solían exponerlos a trabajos demasiado riesgosos, pero sí a infames castigos.

 

Siempre hubo esclavos en la historia europea, que en la antigüedad fueron eslavos (de donde derivó su nombre), procedentes de la Europa oriental, en lo que fueron límites del imperio romano. Ya con la expansión musulmana llegaron los africanos, de tez más oscura según los tratantes los buscaban en las regiones centrales del continente. Entre los pueblos africanos, era común que en guerras locales se capturasen esclavos, que quedaban al servicio de los vencedores por tiempo determinado o indefinido. Con frecuencia se asimilaban a la familia de los amos o conseguían la libertad y regresaban a su tierra cercana. Nadie imaginaba la crueldad ilimitada del traslado amontonados en los barcos, la venta, con frecuencia sometidos a marcas de fuego y el destino de la mayor parte de los capturados. Tan arraigada estaba entre los orgullosos europeos la idea de su propia superioridad que nadie se atrevía a dudar de que los africanos eran seres inferiores. Incluso los conventostenían esclavos y entre los que habían logrado pagar su manumisión no faltaron quienes compraron sus propios esclavos.

Aunque nunca fue la norma, se aceptaba como necesario, en determinadas circunstancias, que se les encadenase y en los siglos XVI y XVII también algunos fueron marcados a fuego con el nombre de sus amos. Las escrituras notariales dan testimonio de ello. Muchos fueron víctimas de capataces crueles en las haciendas, incluso de amos sádicos en las ciudades. Sobra decir que el horror y la vergüenza son independientes del trato presuntamente bondadoso de algunos amos, pero no entenderíamos los siglos de esclavitud si no reconocemos que se asumía hasta tal punto la desigualdad que la situación de los esclavos domésticos se consideraba muy favorable y ellos mismos solo miraban con miedo la posibilidad de ser vendidos para trabajar en el campo. De continuo se les veía por las calles, trajinando o vendiendo en los tianguis, reuniéndose con amigos en las tabernas o trabajando como artesanos, puesto que las ordenanzas de gremios les permitían trabajar, aunque no podían ser maestros. También tenían derecho a compartir las ganancias con sus amos. Bárbola, esclava de Hernán Cortés, obtuvo su manumisión, más los utensilios del oficio, tras pasar dos años como aprendiza en una panadería y pastelería.

Por propio interés o por ocasional generosidad, muchos amos enviaron a la escuela a sus pequeños esclavos que supieron leer y escribir y conocieron suficiente la aritmética para llevar las cuentas del negocio de sus amos e incluso viajaron como arrieros sin que pretendieran escapar. En algunos casos hay indicios de que los esclavos finalmente manumitidos o los que gozaron de excepcionales libertades eran hijos de sus amos. Al menos en la Ciudad de México fueron numerosos los que tuvieron algunos conocimientos, de modo que un esclavo quejoso pudo afirmar en una demanda que eran “infinitos en esta ciudad” los esclavos que sabían leer y escribir. Mujeres solteras o viudas sobrevivieron gracias a los ingresos aportados por sus esclavos, que habían recibido como dote o herencia familiar.

Mediando el siglo XVII, Miguel de la Flor, mulato esclavo en la ciudad de Antequera, alardeaba de su vestimenta elegante, se reunía con amigos españoles o de distintas castas, libres o esclavos, hacían tertulias o jugaban a los dados y él mismo compuso poemas y obras teatrales que los dominicos representaron en sus conventos.

Los jesuitas, cuidadosos de las formas y con presunción de caritativos y generosos, redactaron un texto sobre la forma en que deberían tratarse los esclavos en sus haciendas. Se criticaba a quienes abusaban de sus esclavos y los maltrataban y se apreciaba que alguien los atendiera como seres humanos. No se ponía en duda la justicia de la existencia de la esclavitud, al margen de lo generosos o crueles que fueran sus amos. Ya en el siglo XIX, las proclamas por la independencia exigieron su libertad, que no se obtuvo de inmediato sino años después, durante la presidencia de la República de Vicente Guerrero, en 1829, mediante el pago de una indemnización a sus propietarios por parte del gobierno.

 

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