Vida cotidiana en Nueva España

Identidad y pasado

Pilar Gonzalbo Aizpuru

No podemos juzgar a nuestros antepasados, pero sí acercarnos a su vida cotidiana. Esa vida donde se construyen futuros insospechados, más allá de intenciones y previsiones. Un mundo en donde no hay héroes ni villanos, batallas o conquistas, sino trabajo y lucha por la vida en una dinámica social que forjó la existencia de nuestros verdaderos antepasados, los que rara vez aparecen en los libros de texto. Y nos parecen más cercanos cuanto más los conocemos porque nunca faltan en los gestos, las costumbres y en los hábitos familiares, regionales y locales; porque son nuestra cultura, nuestro mundo.

 

¿Qué sabemos de las costumbres del pasado, de las tradiciones que conservamos y del origen de nuestros hábitos de trabajo, descanso y relaciones familiares y sociales? ¿Cómo explicaríamos a un extranjero lo que México tiene como propio? Y ¿cómo mostraríamos a un niño lo que tenemos en común con quienes proceden de otro país, hablan otra lengua y visten de otro modo o tienen la tez más clara o más oscura?

Sin duda lo que a veces pretendemos llamar identidad, porque parece lo más antiguo y permanente en nuestras costumbres, no son recuerdos de pequeñas o grandes batallas, sino algo tan modesto y rutinario como la forma en que hombres y mujeres aprovecharon y consumieron vegetales convertidos en plantas alimenticias, animales capaces de proporcionar abrigo con sus pieles y alimento con sus cuerpos, suelos aplanados para elevar monumentos, pozos y arroyos aprovechados para el abastecimiento de agua potable, piedras talladas y labradas para convertirse en armas, fibras para hilar y tejer, signos, dibujos o figuras simbólicas, que sugieren creencias, miedos y rituales dedicados a fuerzas desconocidas…

Lo que heredamos del pasado es un bagaje cultural cuyas semillas fructificaron en la cultura, o más bien las culturas, de las regiones que definimos como Mesoamérica y Aridamérica, unificadas en el mapa del México de hoy. También es frecuente que llamemos tradición a una costumbre inventada hace pocos años. El ser humano y sus instrumentos, el individuo y sus aspiraciones, la familia, el grupo y la comunidad son los protagonistas de la historia de la vida cotidiana.

Sobreviven testimonios desde antes de que se conociera la escritura, y posteriores, cuando se diseñaron los primeros símbolos capaces de transmitir ideas y relatos. Junto a ellos, los restos arqueológicos y las huellas en el paisaje siguieron siendo indicios con los que nuestra imaginación y las referencias de mitos antiguos permitieron tramar la pequeña historia de grupos humanos que trabajaron, pelearon y a su modo amaron la vida y cuidaron a los compañeros con quienes la compartían.

Para los lectores de hoy viene siendo apenas una alegoría de los orígenes: para los pueblos que vivieron hace seiscientos u ochocientos años sobre nuestro suelo pudo ser el legado de sus abuelos, la tradición respetada y la justificación de creencias, ritos y valores que solo un gran cataclismo podría quebrantar. Y llegó el cataclismo en la figura de unos seres extraños a los que reconocían como humanos, pero que incluso eran más poderosos que los hombres, los “verdaderos hombres” como se llamaban a sí mismos, pero su poder no estaba en sus espíritus o nahuales, sino en los extraños animales que los acompañaban y obedecían, las armas que escupían fuego y las grandes casas flotantes que los habían traído de mares desconocidos.

La sumisión acompañó al miedo y la ciega obediencia sustituyó al temor reverencial frente a las nuevas autoridades, tan opresivas y cercanas, a la vez que tan incomprensibles y diferentes. Siempre habían existido diferencias entre nobles y plebeyos, caciques y gente “del común”, los pipiltin y macehualtin entre los aztecas, que conocemos mejor porque eran los que señoreaban el valle de México en las primeras décadas del siglo XVI. Pero con los forasteros había diferencias más profundas.

Entre los llegados de allende el mar eran comunes la rudeza, el desaseo y los malos olores, la voracidad y la avaricia. Sin embargo, algunos de ellos, vestidos miserablemente y aun así muy respetados, se comportaban de otro modo, preguntaban, aprendían, se acercaban a los ancianos, respetaban la vieja sabiduría. A ellos les contaron las historias del pasado. Hubo algunos que viajaron hacia el norte, hasta perderse en los desiertos, abrir caminos y alimentarse con el trabajo de sus manos en pequeños huertos que ellos mismos cultivaban. Y así se sumaron diferentes memorias del pasado y se comprendieron formas de vida diversas.

 

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