Rufino Gómez Peralta cayó abatido por los disparos de la tropa. La ley fuga que le aplicaron, lo dejó tendido sobre la arena del desierto que, empujada por una leve ventisca, cubrió tenuemente su cuerpo y se amontonó en sus heridas.
Sus compañeros de la salitrera que tuvieron el valor para levantar la cara miraron acongojados el fatídico espectáculo, aunque también, enfurecidos, lamentaron la impunidad con que fue señalado y asesinado. Y es que a Rufino lo acusaron de haber matado al ingeniero británico que se había ganado a pulso su mala fama por propinar palizas a los trabajadores.
Despuntaba el siglo XX cuando la Oficina, como llamaban a las instalaciones de la Marusia Minning Company levantadas en el noroeste andino, tramaba una sanguinaria opresión contra sus trabajadores, quienes hartos de las precarias condiciones laborales que caracterizaban a esta y otras compañías mineras y obreras de Chile, México y más naciones de América y Europa, no estaban dispuestos a sucumbir sin intentar organizarse para dar pelea y hacerse escuchar, incluso a costa de sus propias vidas.
Es en este clima de gran tensión cuando llega la tercera muerte. Al resguardo de la oscuridad, el trabajador Sebastián degüella a un policía, aparentemente sin que nadie lo note, pero pronto es descubierto. Consciente de que su destino inmediato será enfrentar la muerte, trata de ocultarse. Sin éxito. Gregorio, el obrero que sin proponérselo se convertirá en el líder de la revuelta obrera, le aconseja tomar una carga de dinamita, pegársela al cuerpo y volarles el cuartel. “Así nos ayudas”, le dice. Al final, Sebastián cae abatido por los disparos del pelotón.
Pero la lucha contra las autoridades de la Oficina y del pueblo está en marcha, al igual que la inminente huelga. Además, no será solo la causa de los trabajadores, sino también la de las mujeres y familias. Por su parte, los militares cometen el error de acribillar a un contingente homólogo, luego de confundirlos con los huelguistas. Para lavar su equívoco culpan a los rebeldes, decretan toque de queda y deciden que nadie puede abandonar Marusia. Comienzan los actos de tortura y fusilamientos, aunque también varios policías caen asesinados, víctimas de la dinamita.
Según los hechos reales retratados en este filme del director chileno Miguel Littin, los cuales ocurrieron en 1925, más de quinientos trabajadores y familiares perdieron la vida. Littin, que por entonces vivía su exilio en México, encontró en el relato fílmico de este hecho los paralelismos suficientes para manifestar su postura política contra la dictadura de Augusto Pinochet, que se había instalado en el gobierno de su país en 1973 mediante un golpe de Estado. Asimismo, utilizó la novela Actas de Marusia que su compatriota Patricio Manns escribió dos años antes.
En México, Littin se dio a la tarea de encontrar una geografía ideal que emulara el paisaje andino que necesitaba y serían los poblados chihuahuenses de Santa Eulalia y Santo Domingo, cuyos moradores se prestaron, por decenas, como extras. Otros destinos que completaron las locaciones fueron Alvarado, Veracruz, Hidalgo y los Estudios Churubusco-Azteca, lo que evidencia el apoyo económico y técnico con el que contó para filmar la cinta, así como el compromiso con el nuevo cine latinoamericano de las instancias culturales de nuestro país.
El multigalardonado filme, también nominado al Oscar y en el Festival de Cannes, que donó los ingresos percibidos en su presentación a la Resistencia Chilena, al igual que el dinero correspondiente al premio Ariel recibido en México, no estuvo exento de polémicas, incluido su veto en Chile. Hoy sigue siendo un documento fílmico imprescindible de aquellos años y que además sigue vigente.
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Actas de Marusia