Sobre la avenida Madero –que antes se llamó San Francisco, en el Centro Histórico de la Ciudad de México– se levanta una de las casonas más notables de la ciudad, cuya historia se remonta a los primeros años del siglo XVI y de la cual se podría escribir un libro: la Casa de los Azulejos.
Se tiene registro de que esta propiedad –situada en el antiguo barrio mexica de Moyotlan– primero le perteneció a Hernando de Ávila (alrededor de 1528). Luego la adquirió don Damián Martínez (en 1550), quien tuvo que subastarla a causa de problemas económicos. Así pasó a manos de Diego Suárez de Peredo –junto con la plazuela anexa que se llamó de San Francisco y luego Guardiola, y el callejón que primero se llamó de Dolores y finalmente de la Condesa–. Él, a su vez, la heredó a su hija Graciana y por añadidura al esposo de ella: Luis de Vivero, segundo conde del Valle de Orizaba. A partir de entonces la casona se heredaría, de generación en generación, entre los descendientes de dicha familia de la nobleza mexicana.
El aspecto actual de la casa (también llamada de Porcelana) se le debe a la quinta condesa del Valle de Orizaba, María Graciana Suárez de Peredo –por quien se bautizó el arriba mencionado callejón– quien, al enviudar, decidió forrarla, en 1737, con un preciado y costoso material: la mayólica poblana, en un estilo entre barroco y mudéjar. Al poeta Octavio Paz ese revestimiento le parecía “un verdadero striptease arquitectónico”, pues dicho material suele ser utilizado en una casa solo para cubrir dos espacios: el baño y la cocina. Para la obra de embellecimiento la condesa solicitó un préstamo a sus acaudalados vecinos de enfrente: los frailes del convento de San Francisco. Su hijo, dice la leyenda, era un “calavera” y, ya redimido, fue el encargado de pagar el préstamo a los religiosos y de concluir las obras.
Dos dueños de esta casa tuvieron trágicos destinos: Andrés Diego Hurtado de Mendoza Gorráez y su esposa doña María Dolores Pantaleona Caballero, décimos condes del Valle de Orizaba. Don Andrés Diego fue brutalmente asesinado por el alférez de artillería Mateo Palacios, en medio del río revuelto del llamado Motín de la Acordada de 1828. Palacios lo apuñaló en las escaleras de la casa, pues el conde se había opuesto al matrimonio entre él y su hija.
A doña María Dolores, por su parte, estuvieron a punto de enterrarla viva. Durante la epidemia de cólera que azoló a la Ciudad de México en 1833, la condesa enfermó y fue dada por muerta. Se le organizaron las consabidas honras fúnebres en el convento de San Diego, frente a la Alameda Central. De madrugada, en pleno velatorio, la condesa resucitó. Tomó una fuerte bocanada de aire y salió del féretro. En realidad, solo había sufrido un fuerte ataque de catalepsia. Como es de esperarse, se hallaba sedienta, así que caminó hacia su casa. Cruzó la oscura Alameda alumbrándose con la llama de un cirio pascual que había tomado de sus exequias, sembrando el terror a su paso. Al llegar a su casona –de Azulejos–, nadie de la servidumbre se atrevió a abrirle la puerta. Cuando la condesa murió (esta vez de a deveras, en 1857), esperaron varios días antes de sepultarla.
A finales del siglo XIX la Casa de los Azulejos pasó al abogado Martínez de la Torre y luego a la familia Yturbe, que la ensanchó hacia la calle 5 de Mayo y la rentó en locales. Entre los arrendatarios destacan los hermanos californianos Walter y Frank Sanborns, que abrieron ahí una fuente de sodas y una farmacia. En 1881 fue sede del lujoso Jockey Club –“hasta la esquina del Jockey Club”, escribió el poeta Manuel Gutiérrez Nájera–, epicentro de la aristocracia e intelectualidad de la época porfirista. Por muy breve tiempo fue sede de las oficinas de la Casa del Obrero Mundial. Finalmente, se convirtió en el restaurante que ahora conocemos, espacio predilecto de reunión de los habitantes de la Ciudad de México.
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Una casona exhibicionista y una condesa resucitada