Un pedestal para la emperadora

Ricardo Lugo Viñas

Aquella empresa fue un tormento. El tormento de cientos de Sísifos condenados a empujar una piedra. No cualquier piedra, pues cuando hablamos de Rusia todo es descomunal, granítico, colosal. Era la piedra más grande del mundo movida por humanos. Un ciclópeo peñasco de granito de 1,500 toneladas que fue arrastrado seis kilómetros hasta el corazón de San Petersburgo. Una mujer fue la responsable de aquella misión: la zarina Catalina II, también llamada Catalina la Grande.

 

Como todo magno proyecto, desde el poder no se escatimó en los costos humanos. Mover aquel enorme promontorio pétreo, desde tierra adentro hasta el centro de la entonces capital del imperio ruso, tardó más de nueve meses. A marchas forzadas, se avanzaba en promedio 150 metros al día, mediante un sistema de raíles y esferas de bronce; para su traslado por mar, se construyó una barcaza especial para hacer cruzar aquel impío trozo de roca por el golfo de Finlandia y entrar a la ciudad por el cauce del río Nevá.

Catalina II fue también una poderosa lectora. Entre sus autores favoritos destacó el filósofo francés Denis Diderot, con quién estableció una significativa amistad. Algunos aseguran que por su consejo resolvió erigir una suntuosa estatua ecuestre dedicada al que era considerado el más importante de sus antecesores: Pedro I, llamado Pedro el Grande, miembro de la dinastía imperial de los Románov, a la que ella también pertenecía. Encargó la tarea al más notable escultor del momento, el también francés Étienne-Maurice Falconet. La zarina conocía la leyenda de una roca a la que los pobladores llamaban la Piedra del Trueno, debido a que parecía haber sido trozada por un rayo, y la hizo traer desde donde se hallaba para que fuera esculpida in situ y fungiera como pedestal de la escultura del prócer.

En el verano de 1782 –cincuenta años después de la muerte de Pedro– se inauguró el esperado y egregio monumento. Un broncíneo Pedro el Grande cabalga sobre un brioso caballo que se encabrita al llegar a la cima de la roca. El rostro del emperador es estrujante; lo realizó un joven aprendiz de Falconet, a partir de la máscara mortuoria del zar. Pero un pequeño detalle en el pedestal llama la atención: en uno de los flancos se lee, en letras doradas, “Pedro el Grande”; y debajo de este, “Catalina la Grande”, también en letras doradas, pero más grandes.

Solo ellos dos recibieron el epíteto de “Grande” entre los zares. Catalina, cuyo nombre real fue Sofía Augusta de Anhalt-Zerbst, fue una princesa alemana que se casó con Pedro III (nieto de Pedro el Grande), quien asumió el trono en 1762; sin embargo, su juventud e inexperiencia lo hicieron detentar el poder solo por seis meses. Su esposa lo relevó en el trono mediante un golpe de Estado. Así, Catalina se convirtió en la soberana de Rusia y reinó por 34 años. Esta escultura no fue el único acto simbólico que ella empleó para reivindicar el reinado de Pedro el Grande y hacerse comparar con él, quizás con la intención de apuntalar su propia historia de grandeza.

 

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