Cuando se disipó el olor a pólvora de la guerra revolucionaria, México se hallaba en bancarrota luego de un decenio de fuego y destrucción. La deuda acumulada era de 700 millones de dólares y el presidente Álvaro Obregón tuvo que hacer frente al requerimiento de los banqueros. El secretario de Hacienda, Adolfo de la Huerta, se hizo cargo.
Ciudad de México, 1 de diciembre de 1920. El recién juramentado presidente de la República, Álvaro Obregón, recibe las salutaciones de la clase política y de las misiones diplomáticas acreditadas ante México. La otrora figura esbelta y enjuta del general sonorense ha devenido en una silueta abotargada, fofa. Entre la falange de funcionarios de primer nivel que lo rodean, destacan su secretario particular Fernando Torreblanca y los secretarios de Gobernación, Plutarco Elías Calles; Guerra y Marina, Benjamín Hill; y Hacienda, Adolfo de la Huerta.
Eran precisamente las finanzas nacionales una de las principales preocupaciones del novel gobierno; en 1913, México había dejado de cumplir sus obligaciones con los tenedores de bonos. Esta demora en el pago de la deuda contraída con más de doscientos mil inversionistas estadounidenses y europeos ascendía a quinientos millones de dólares. Además, los intereses acumulados no pagados ascendían a doscientos millones de dólares.
En febrero de 1921, el gobierno de Álvaro Obregón movió ficha: envió una carta al director ejecutivo de J.P. Morgan, Thomas W. Lamont, para que viniera a México y discutiera el pago del servicio de los débitos. Asimismo, Lamont representaba a los acreedores internacionales de México, quienes estaban agrupados en el Comité Internacional de Banqueros (CIB).
El 27 constitucional, un tema espinoso
Tras recibir la misiva, Lamont informó de la invitación, siguiendo el procedimiento estándar, al secretario de Estado Charles Evans Hughes y al subsecretario Henry P. Fletcher. Los diplomáticos se opusieron al viaje porque la liquidación de la deuda externa estaba ligada a un tema espinoso en la relación bilateral México-Estados Unidos: Washington no reconocería al gobierno de Obregón hasta que este renunciara a la aplicación retroactiva del artículo 27 constitucional, la cual era un desasosiego especial para las compañías petroleras Atlantic Refining Company, Mexican Petroleum Company, Standard Oil, Sinclair Consolidated Oil Company y Texas Company.
El artículo 27 aseveraba, basado en una vieja concepción colonial, que la nación tenía pleno derecho sobre la tierra y las aguas. Igualmente, era una manifestaciónn del nacionalismo económico mexicano, cuyos representantes más preclaros durante el Congreso constituyente de 1917 habían sido Francisco J. Múgica y Heriberto Jara. Este último había declarado: “Las regiones petrolíferas son muy codiciadas; se ponen en juego muchos elementos, muchas malas artes, muchas influencias para adueñarse de los terrenos”.
Primer acercamiento
En mayo de 1921, Lamont viajó a París para entrevistarse con el CIB, el cual le urgió a aceptar la invitación y viajar a Ciudad de México. Una vez obtenido el beneplácito de los banqueros, Lamont informó al Departamento de Estado que haría el viaje en el otoño y que trataría de persuadir al gobierno mexicano de adaptar el punto de vista estadounidense respecto al artículo 27. Simultáneamente, el encargado de negocios norteamericano en México, George T. Summerlin, presentó a Obregón un proyecto de Tratado de Amistad y de Comercio, el cual incluía entre sus cláusulas la no aplicación retroactiva del artículo 27 constitucional. Obregón rechazó la propuesta.
El 30 de junio, Lamont escribió a Obregón para informarle que el CIB le había autorizado viajar a México, “sujeto, sin embargo, a cualquier anuncio o declaración del Congreso mexicano, o, por cualquier otro cuerpo autorizado en las premisas, al efecto que el artículo 27 de la denominada constitución de Carranza no será interpretado como retroactivo”. Obregón respondió el 25 de julio y urgió a Lamont a venir a México tan pronto como le fuera posible. No obstante, no hizo mención alguna del 27. Asimismo, la Suprema Corte de Justicia resolvió en favor de la Texas Oil, sentando un precedente de no retroactividad en la aplicación del precitado artículo.
Lamont informó al secretario de Estado Hughes su decisión de viajar a Ciudad de México. Para sorpresa del banquero, el diplomático otorgó su beneplácito, pero le informó que la posición oficial del gobierno de EUA no había cambiado un ápice. Por su parte, Lamont dijo a Hughes que los banqueros británicos y estadounidenses no harían nuevos préstamos hasta que sus respectivos gobiernos hubieran reconocido al gobierno mexicano.
“Con inquietud reclina la cabeza el que lleva una corona”
El 5 de octubre de 1921, procedente de San Antonio, Texas, Lamont y su esposa Florence arribaron a Ciudad de México. Inmediatamente, Obregón ofreció una cena de gala al matrimonio estadounidense. Florence compartió a su familia su impresión del mandatario mexicano: “Es un bandido franco, de cara rojiza, de buena apariencia y me agrada mucho”. Mientras la primera dama de EUA departía con las mujeres, Lamont pasó al despacho privado de Obregón, quien ordenó: “¡Traigan whisky, vino, licores! Por fin, Mr. Lamont, usted está en un país libre”. Esto en clara referencia a la prohibición de bebidas espirituosas en la Unión Americana.
Durante su conversación privada con el presidente, Lamont obtuvo la percepción de que Obregón, gracias a la energía, inteligencia, desconfianza e implacabilidad demostrada en la vida militar y política de México, era la adaptación sonorense de La segunda parte del rey Enrique IV, una obra de William Shakespeare, y recordó un fragmento del drama histórico: “Con inquietud reclina la cabeza el que lleva una corona”.
Mientras Florence visitaba las pirámides de Teotihuacan y los jardines flotantes de Xochimilco, Lamont conversó con la Cámara de Comercio de Estados Unidos para conocer su impresión sobre la situación económica y política de México. Luego se reunió con el secretario de Hacienda, Adolfo de la Huerta. La conversación entre ambos personajes no logró nada porque el ministro mexicano no entendió dos cuestiones: el CIB tenía una relación fiduciaria con los tenedores de bonos, quienes lo volteaban a ver para que protegiera sus intereses; y la importancia de honrar los compromisos financieros. Por último, Lamont declaró que “una conferencia en pleno con el gobierno mexicano ha fallado en lograr un acuerdo substancial sobre cualquier plan. Por lo tanto, estoy regresando a Nueva York para presentar un reporte completo a otras secciones del Comité Internacional”.
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Después de la pólvora llegó la deuda