Recuerdos del Zócalo: “De cuando la bandera estadounidense ondeó en Palacio Nacional”

Septiembre de 1847
Isabel Tovar de Teresa y Magdalena Mas

En esta entrega, tratamos de sintetizar el voluminoso libro de memorias del destacado escritor José María Roa Bárcena, quien, con veinte años de edad, fue testigo de la invasión estadounidense en la Ciudad de México, la cual culminó con la pérdida de gran parte del territorio mexicano en 1848.

 

 

Don José María Roa Bárcena, literato y político conservador, comenzó a escribir sus Recuerdos de la invasión norteamericana hacia 1877. Ya retirado de la vida pública, después de haber simpatizado con el imperio de Maximiliano, se dedicó a escribir. Autor de una extensa obra, fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, hasta su muerte en 1908.

 

Ya desde los inicios de nuestra vida independiente, el vecino del norte deseaba a toda costa expandirse hacia el sur, habiéndose hecho ya de los territorios de la Luisiana y la Florida. Luego sobrevino la mal llamada independencia de Texas en 1836, en realidad una consecuencia lógica de la colonización con extranjeros, del paso en México del federalismo al centralismo y de que los norteamericanos alentaron a los “independentistas” para posteriormente anexar su territorio a los Estados Unidos. A pesar de la reticencia nacional para reconocer a Texas como independiente, ese vasto territorio nunca se recuperó; por el contrario, se unió oficialmente a Estados Unidos en 1845, con lo que se suscitaron nuevas querellas por la cuestión de los límites fronterizos.

 

El 12 de enero de 1846 el presidente James K. Polk inició su agresiva campaña, ordenando al general Zachary Taylor que ocupara la franja de tierra que Texas reclamaba como propia, entre los ríos Nueces y Bravo. El 11 de mayo la nación vecina declaró oficialmente las hostilidades bajo el pretexto de que nuestro país había traspasado la frontera con los Estados Unidos y derramado sangre de sus ciudadanos.

 

Nuestro ejército sufrió varias derrotas a orillas del Bravo, lo que provocó el desaliento y desmoralización de unas tropas ya de por sí insuficientes, débiles y agotadas. El general estadounidense Winfield Scott nos atenazó por el este del territorio, el golfo de México, para tomar el puerto de Veracruz. Tras vencer a Antonio López de Santa Anna en Cerro Gordo, todavía en territorio veracruzano, avanzó hacia la capital por el llamado Paso de Cortés.

 

El 9 de agosto de 1847 se disparó el primer cañonazo de alarma, que avisaba a los vecinos de la capital mexicana que el invasor ya había salido de Puebla y se aproximaba:

 

Las bandas de los cuerpos tocaron dianas, los cuarteles de la guardia nacional se llenaron de gente, y el entusiasmo y la esperanza animaban todos los semblantes. La brigada del general [Antonio de] León ocupaba ya el Peñón Viejo, y el día 11 acudieron a reforzarle los batallones de guardia nacional del Distrito denominados Hidalgo, Victoria, Independencia y Bravos [...] A su tránsito por las calles más céntricas recibieron estos cuerpos verdadera ovación, y su campamento, al que enviaron los padres de la Profesa su vela de lona del Corpus para tiendas de campaña, se convirtió en lugar de cita y paseo de casi todas las familias. El arzobispo [Juan Manuel] Irisarri expedía una pastoral excitando a implorer el auxilio divino en favor de nuestros combatientes. El 14 o 15 tuvo lugar en el expresado punto del Peñón la bendición y entrega de banderas a los batallones Patria, Unión y Mina.

 

Los nacionales ofrecieron resistencia denodada en las batallas de Churubusco, Padierna y Molino del Rey, entre agosto y septiembre. Al día de hoy, sigo lamentando amargamente que las diferencias entre Santa Anna y el general Gabriel Valencia causaran la derrota de Padierna, pues si bien la fortificación de la ciudad había sido excelente, la desunión y el caos, las envidias, celos y rivalidades que asolaron prácticamente toda la historia del siglo fueron también causantes de la irremisible pérdida de la capital.

 

El general Nicolás Bravo solicitó a Santa Anna refuerzos para defender Chapultepec, pues la guarnición del fuerte estaba totalmente desmoralizada y había sufrido numerosas bajas, quedando reducida a apenas doscientos hombres. En respuesta, Santa Anna le envió al Batallón de San Blas, al mando de Santiago Xicoténcatl.

 

Pero el 13 de septiembre se libró la batalla de Chapultepec, con sus defensores mermados y desmoralizados, por lo que el invasor tomó la fortaleza. En esa batalla tuvieron parte muy activa los alumnos del Colegio Militar, pereciendo el teniente Juan de la Barrera y los subtenientes Francisco Márquez, Fernando Montes de Oca, Agustín Melgar, Vicente Suárez y Juan Escutia, quienes, a pesar de su juventud, se comportaron con auténtico heroísmo. Además, fueron heridos 37 cadetes más.

 

El 14 de septiembre de 1847, a las siete de la mañana, apenas a veintiséis años de la entrada triunfal del Ejército Trigarante, el invasor norteamericano tomaba oficialmente nuestra capital, haciendo ondear su bandera en Palacio Nacional: aquel infausto día, los estadounidenses se formaron al centro de la plaza, enfrente de la Catedral, teniendo a sus espaldas al portal de las Flores, el edificio del Ayuntamiento y el portal de Mercaderes. Traían muchas de sus banderas y estandartes y, de entre ellos, un pequeño grupo enarbolando una de sus enseñas entró a Palacio.

 

En mi cabeza aún resuenan los gritos, los insultos, el furor de las personas del pueblo, anonadadas ante la humillación. Era un hervidero de gente y parecía que los desalmados invasores se burlaran de nuestro pueblo, pues ondeaban su bandera desde Palacio, a un costado del reloj, mientras a todos nos comían el furor y la vergüenza. Fue el capitán Roberts el que la izó entre los vítores entusiastas de los yanquis. Una hora después llegaba el general Winfield Scott al Zócalo, siendo también aclamado y vitoreado por los suyos.

 

De entre la plebe, hubo algunos oradores espontáneos que azuzaban a las masas para que no se permitiese aquello. Y entonces todo sucedió muy rápido: empezaron a oírse disparos, las balas pasaban silbando junto a las cabezas de la gente y todo fue confusión… Esa misma confusión continuó en la capital, pues los azotes de un bando para con el otro eran públicos y repetidos. Los enemigos que se alejaban de sus cuarteles eran apuñalados por la gente del pueblo, mientras que los invasores también hicieron gala de brutalidad al abrir casas a hachazos y acribillar a sus habitantes. A pesar de los llamados a la cordura y la civilidad que había hecho el Ayuntamiento de la capital, el pueblo indignado continuó batiéndose y disparando contra el enemigo todo el día 14 y el 15, incluso hasta el 16.

 

 

Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "Recuerdos del Zócalo (II): De cuando la bandera estadounidense ondeó en Palacio Nacional, septiembre de 1847” de las autoras Isabel Tovar de Teresa y Magdalena Mas que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 106