Ranchos y haciendas en Nueva España

Pilar Gonzalbo Aizpuru

Las haciendas alejadas de las urbes, sin ser de dimensiones como las que aparecieron durante el Porfiriato, ocuparon numerosa fuerza laboral indígena.

 

Aunque menos impresionantes que las inmensas haciendas de opulentos propietarios y corporaciones religiosas, las haciendas de modestas dimensiones y moderados rendimientos fueron más numerosas y ocuparon a gran parte de los indios que les dedicaban su trabajo en exclusiva o como apoyo parcial en temporadas de siembra o recolección. Como en tantos otros temas, la visión tradicional está distorsionada por el recuerdo cercano de las haciendas del siglo XIX y los abusos de las grandes empresas explotadoras. La aproximación a la realidad, que podemos conseguir a partir de documentos antiguos es mucho más compleja y algo menos sórdida.

Los propietarios de grandes extensiones podían dedicar solo una parte a los cultivos de mayor demanda, como el trigo y el maíz, alternados con los propios de la región, e incluso dejar amplias zonas sin sembrar. Para los más acaudalados, la tierra tenía un valor propio como garantía de posibles préstamos que se invertirían en el comercio o la minería, mucho más productivos. También las estancias ganaderas ocupaban extensos terrenos con menor número de trabajadores. Según aumentaba el tamaño de las propiedades y se diversificaba su empleo, sus trabajadores pertenecían a diferentes grupos étnicos y orígenes. El número de mestizos y mulatos crecía en cada generación y los negros esclavos se ocuparon sobre todo en ingenios azucareros cercanos a las dos costas, del Pacífico y del golfo de México.

Como referencia de la vida en las haciendas contamos con los datos del libro de cuentas de la de Charco de Araujo, cerca del pueblo de Dolores, en el Bajío (en el actual estado de Guanajuato). A fines del siglo XVIII se sembraban maíz, habas, frijol y garbanzo, además de dedicar un amplio terreno a la ganadería de ovejas, cerdos, caballos y reses. Los trabajadores fijos podían residir cerca de la casa del patrón y disponían de crédito en la tienda de raya. En ningún momento las deudas superaron el monto autorizado por la ley y tampoco hubo cuentas que requiriesen pagos proporcionalmente superiores a los ingresos. Sin duda el propietario era cuidadoso de las normas, que prohibían pagar anticipos superiores a dos salarios mensuales, de modo que no quedaría el trabajador amarrado a deudas impagables. Por eso la movilidad de trabajadores era frecuente y se consideraba que los peones fijos eran privilegiados porque contaban con el beneficio de créditos que, según las cuentas, se destinaban a bodas, bautizos entierros y ocasionales acontecimientos gozosos o lamentables.

Es probable que algunos amos no cumplieran las normas, pero no hay referencia de que antes del siglo XIX fuera frecuente la retención forzosa de trabajadores por deudas, como se practicaba en los obrajes, pese a las limitaciones legales. En el campo llegó a generalizarse en el siglo XIX, como consecuencia de las leyes liberadoras de límites en los préstamos. Tampoco escaseaba la mano de obra en regiones pobladas y para realizar un trabajo diversificado. La situación era diferente en haciendas azucareras en las que la mano de obra esclava podía estar sometida a todos los abusos. La esclavitud, la herida nunca cerrada en nuestra historia, requiere un apartado.

 

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