Piratas en Campeche

Adriana Rocher

El ataque pirata sobre San Francisco de Campeche el 9 de febrero de 1663 había sido vaticinado por los pobladores de la localidad, toda vez que habían tenido noticias de los asaltos a las localidades contiguas. Esa mañana, con el veloz actuar de los cientos de piratas que saltaron a tierra por el rumbo de Samulá comenzó la pesadilla de los locales que, abandonados por las autoridades novohispanas, poco pudieron resistir.

 

9 de febrero

Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siente, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, ¡quince!… Quince embarcaciones pudieron contar los campechanos que miraron hacia la costa de Sotavento de la villa de San Francisco de Campeche en el amanecer de aquel viernes 9 de febrero de 1663. Era una mañana invernal, pero el frío que sintieron recorrer sus cuerpos no era producto de la temperatura ambiente; era miedo, miedo puro, de ese que atenaza; de ese que patea las entrañas y paraliza el corazón. Y luego, el golpe de adrenalina; rápido, de prisa, había que recoger lo que se pudiera para viajar ligero y huir a los montes, estancias y pueblos aledaños. Algunos afortunados harían ese éxodo en carruaje; los más, a pie. La mayoría ya sabía qué hacer; en el pasado inmediato no faltaron avistamientos piratas que ameritaron prepararse para la huida, preparativos que afortunadamente se quedaron en angustiosos ensayos para lo que vendría después.

Durante años los campechanos habían vivido con el temor de que ese momento llegara. Semana a semana, mes tras mes, durante los años previos a ese día fatal, los pueblos costeros sufrieron toda clase de pillajes, secuestros y humillaciones, mismos que, entre otras cosas, obligaron a los franciscanos a dejar su antiguo convento de Champotón para trasladarse a Siho.

Una y otra vez las autoridades locales y regionales lanzaron la alerta; clamaron por ayuda, sabedores que tarde o temprano esa “gente de mal hacer” que infestaba la costa yucateca dejaría de conformarse con asaltar pueblos de indios y rancherías para reclamar un premio mayor. Pero nadie los escuchó; ni la villa ni la gobernación yucateca eran prioridad para el gobierno virreinal y, así, San Francisco de Campeche se quedó sola, sin más fuerzas que las propias.

A una velocidad solo posible por la ligereza de sus naves y la experiencia producto de mil y un asaltos, a eso de las siete de la mañana entre seiscientos y 1,200 piratas bajo el mando del inglés Christopher Mings saltaron a tierra por el rumbo de Samulá para enfrentarse a los pocos que habían quedado para defender la plaza, una defensa que harían más por honor y para dar algo de tiempo a los que huían que por alguna posibilidad, por minúscula que fuera, de victoria. Dispersos en calles, trincheras y fuertes esperaban unos 250 vecinos y una compañía pagada por Mérida que protegía la fuerza principal, armados los más de ellos con una artillería que de tan vieja reventaba al ser disparada.

Con tan endebles fuerzas no fue de extrañar que en menos de tres horas fueran tomados los fuertes de San Benito y del Santo Cristo de San Román, mientras que el fuerte de la Santa Cruz, en el cerro de La Eminencia, fue ignorado por los invasores por no servirles ni dañarles mayor cosa. Más tiempo resistieron la fuerza principal, de cara a la plaza, y San Bartolomé, a medio camino entre Guadalupe y San Francisco; de hecho, mucho más de lo que se pudiera pensar. Pero no había nada que hacer frente a un enemigo implacable y que no se conformaba con llevarse todo lo de valor que encontraba a su paso, sino que derribaba o quemaba cada lugar que allanaba su insaciable codicia, por lo que el martes 13 la villa se rindió.

Nada se salvó; ni siquiera los muertos en sus sepulturas, las que fueron abiertas para ver si guardaban algo de plata, oro o joyas. Cuando después de seis días la flota enemiga finalmente levó anclas dejó tras de sí 54 muertos, una iglesia destruida –El Jesús– y un vecindario parcialmente incendiado, a la vez que se llevó consigo catorce navíos de diferente porte y tamaño que estaban atracados en el puerto, algunos de ellos completamente cargados de mercaderías, y 36 vecinos en calidad de rehenes. Los días que siguieron fueron casi tan terribles como la invasión misma; tantos muertos por enterrar; tantas pérdidas que contar y, sin embargo, apenas había fuerzas para llorar ya que el hambre y el frío no daban cuartel a los infortunados campechanos que, encima, aún no podían sentirse totalmente a salvo toda vez que los invasores aún permanecían en aguas campechanas.

 

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