Los últimos coñacs de Guty Cárdenas

Ricardo Lugo Viñas

Con apenas veintiséis años, guapo, atleta y talentoso, Guty estaba en el cenit de su carrera artística.

 

Al mediodía del 5 de abril de 1932 tres amigos cruzan las puertas del tradicional y elegante Salón Bach, que se encontraba en la planta baja del desaparecido edificio estilo art déco diseñado por Carlos Obregón Santacilia, en el número 32 de la calle Madero, en el centro de Ciudad de México. Los amigos eran el empresario artístico Eduardo Gálvez Torre, Rosita Madrigal y Augusto Cárdenas Pinelo, mejor conocido como Guty Cárdenas, el cantante y compositor yucateco de música romántica más afamado del momento, estrella de la XEW. Con apenas veintiséis años, guapo, atleta y talentoso, Guty estaba en el cenit de su carrera artística y aquel mediodía sufría los tembeleques de una cruda apocalíptica.

Instalados en los mullidos sillones de un reservado del Bach, empezó el desfile de los coñacs reparadores. Uno tras otro. Y algunos sándwiches de la casa. Al rato se incorporó un amigo más: Arturo Larios, cantante y paisano de Guty. Traía consigo su guitarra. Se estaba volviendo costumbre que admiradores se acercaran a Guty en lugares públicos para pedirle un autógrafo. Hacía unos años había cantado en la Casa Blanca para el presidente Herbert Hoover.

Un quinto comensal se agregó al grupo: el cantaor Jaime Carbonell, el Mallorquín. Alumbrados por el alcohol y el aura del lugar, arrancó la bohemia. Guty tomó la guitarra y comenzó a cantar, acompañado por las voces de su mesa. En ese momento arribaron al Bach los hermanos españoles Ángel y José Peláez, dueños de la popular zapatería Electra. Ocuparon un reservado frente al del trovador del Mayab y sus amigos. Los hermanos Peláez saludaron a lo lejos al Mallorquín –que era su paisano y amigo– y enviaron a la mesa de Guty una ronda de tragos “a su salud”. Los artistas agradecieron la deferencia y continuó el brindis y los “palomazos”, que incluyeron las más célebres composiciones de Guty, como Nunca, Ojos tristes o Flor.

Como sucede en las borracheras prestigiosas, no se sabe bien a bien cómo inició el desastre. La ofuscación etílica traiciona a la memoria. Algunos dicen que uno de los hermanos Peláez le arrojó una mirada libidinal a Rosita, asunto que hizo enfurecer a Guty; otros, que en algún momento de la juerga Guty y José Peláez se retaron a unas “vencidas” de “dedo”, y que alguno intentó hacer trampa, asunto que detonó en lío. El hecho es que Guty y José Peláez se “hicieron de palabras”, y cuando las palabras se agotaron siguieron los golpes, luego los botellazos y finalmente las armas. Todo parece indicar que los hermanos Peláez se mofaron de la manera en que Guty interpretaba sus canciones, ¡estaba beodo como una cuba!

Cárdenas no soportó la inquina y se fue a los golpes sobre José. Lograron separarlos, pero José arremetió y le reventó una botella en la cabeza a Guty. Cuando se recuperó, Guty sacó su arma y le pegó dos tiros a José, uno en la axila y otro en el brazo izquierdo. Peláez gritaba de dolor. Decía que se moría. Al ver aquello, su hermano Ángel desenfundó su escuadra Browning 9mm y descargó sobre Guty los ocho tiros que estaban en el cargador. Cuatro de ellos hirieron mortalmente al ícono de la trova yucateca. Un proyectil le desbarató el corazón. Rosita, su amiga, en pánico y en llanto, gritaba: “¡Han matado a Guty!... ¡Dios mío!... ¡Llamen a la policía!”. Eran las 11:39 de la noche. El piso del Salón Bach se tiñó “de púrpura encendida”.

 

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