Los siete durmientes de Efeso

El regreso al futuro

Antonio Rubial García

La historia de los siete durmientes de Éfeso tendría un éxito inusitado en Oriente y Occidente, tanto en el ámbito cristiano como en el musulmán. En los versículos del 8-26 de la Sura al-Kahf en el Corán (conocida como Los Durmientes o La Gente de la Caverna), Decio fue sustituido por un rey que oprimía a sus súbditos. Talimkha y sus hermanos (que eran cuatro y no siete) fueron encarcelados por el tirano, pues adoraban al Dios Eterno, pero lograron huir y en el camino se encontraron con un pastor que también era creyente. El perro del pastor los condujo hasta una caverna y montó guardia ante ella, mientras los jóvenes entraban en un profundo sueño que duraría 309 años.

 

Al despertar, Talimkha se dirigió al pueblo y, tras su desconcierto por los cambios que observaba, fue conducido ante el juez y el rey a quienes relató su historia; al regresar a la caverna y contar a sus compañeros lo ocurrido, todos imploraron a Allah que les mandara la muerte, pues no deseaban vivir en un mundo desconocido. Al ser descubiertos sus cuerpos, se les vistió con ricas sedas y fueron enterrados en ataúdes de oro, pero en la noche los durmientes se aparecieron al rey en sueños para pedirle ser sepultados en el polvo de la tierra y envueltos en un sudario de algodón. El monarca cumplió su voluntad y levantó en el lugar una mezquita. En ambas religiones los jóvenes fueron considerados santos. En el calendario ortodoxo griego se celebraba su fiesta el 22 de octubre y la Iglesia latina conmemoraba su día el 27 de julio. Entre los musulmanes se recordaba su historia en la oración de los viernes en las mezquitas.

A lo largo de los siglos, este relato ha sido tomado como ejemplo en algunas obras posteriores, como en Las Cantigas de Santa María de Alfonso X el Sabio (cántiga 103), donde se encuentra una leyenda similar protagonizada por Ero de Armenteira. Este abad de un monasterio gallego rogó a la Virgen que le mostrase una vista del paraíso antes de morir. María lo guio al huerto del monasterio y sentado frente a una fuente escuchó el canto de un pajarillo y entró en un profundo éxtasis. Cuando regresó al monasterio, lo encontró muy cambiado y además no conocía a nadie. Conversando con los monjes se dio cuenta que su breve estancia en el paraíso había durado trescientos años.

El tema de los durmientes influyó también en otras leyendas relacionadas con los reyes que, se afirmaba, no habían muerto sino que estaban ocultos durmiendo, ya en el interior de una montaña, ya en una cueva o en una isla. Dichas leyendas proliferaron en las épocas de crisis monárquicas, sobre todo en el caótico siglo XIV en el que la gente vivía aterrada por la peste negra, las guerras y las hambrunas en espera del Juicio Final.

En este sentido, se afirmaba por ejemplo que el emperador Federico Barbarroja no había muerto a su regreso de la tercera cruzada, ahogado en un río a causa de su pesada armadura; muerte tan poco heroica no correspondía a su grandeza, por lo que muchos imaginaron al emperador dormido en una montaña hasta que su pueblo lo invocase para restaurar las glorias del imperio alemán, muy decaido para entonces. El rey Arturo, narra su leyenda, después de morir fue llevado por Morgana y por las hadas a la isla de Avalon y, oculto en una cueva, se le creía dormido rodeado por sus caballeros de la mesa redonda en espera a ser llamados para realizar nuevas hazañas.

El tópico del rey de la montaña se volvería muy popular también en Oriente, donde se contaba algo semejante del último emperador bizantino Constantino XI Paleólogo, vencido por los turcos en 1453. Se decía que dicho personaje no había muerto durante el sitio de Constantinopla, sino que un ángel lo convirtió en estatua de mármol. A finales del siglo XV se extendió la leyenda de que, oculta en algún lugar del Bósforo, dicha estatua del emperador durmiente tomaría vida y con la espada que usó en la batalla final traída por un ángel, reconquistaría la ciudad y restauraría su imperio.

Con base en todos esos relatos, en 1819 el escritor norteamericano Washington Irving escribía su famoso cuento Rip van Winkle, nombre del protagonista de una historia fabulosa semejante a la de los durmientes de Éfeso. En un pueblo al pie de las montañas de Katskill (actual estado de Nueva York) habitaba este aldeano inmigrante holandés que un día de otoño de 1779, se fue a las montañas con su perro para escapar de su insoportable esposa. En el camino escuchó a alguien llamarlo por su nombre y descubrió a un holandés vestido con ropa anticuada que portaba un gran barril y le pedía ayuda para subirlo a la montaña. Al llegar a un lugar en el que brotaba una ruidosa fuente, vio a un grupo de hombres con largas barbas que jugaban a los bolos de nueve pinos. Los jugadores, que eran fantasmas del barco que comandaba el navegante y descubridor Henry Hudson, le invitaron a beber y se quedó dormido.

Al despertar, descubrió que le había crecido una enorme barba y que su mosquete estaba enmohecido. A su regreso al pueblo no reconoció a nadie, se metió en problemas al proclamar su fidelidad al rey Jorge III y descubrió que había dormido muchos años, que en 1789 las siete colonias norteamericanas habían logrado su independencia de Inglaterra y que en la posada el retrato del rey Jorge había sido sustituido por el de Jorge Wasington. Conoció entonces a otro hombre llamado Rip van Winkle como él, era su hijo; lo sorprendió que su hija pequeña fuera ahora una mujer adulta y, sin pesar, recibió la noticia de que su mujer había muerto.

A diferencia de las narrativas cristiana y musulmana sobre los siete durmientes, cuyas enseñanzas estaban vinculadas con la esperanza de una vida en el más allá, los relatos del rey de la montaña o de Rip van Winkle se relacionan con un futuro en esta vida terrenal, no en la eterna. El relato de los durmientes que después de un prolongado sueño regresan a un mundo muy cambiado es un ejemplo claro de que, en cada periodo, un mismo modelo narrativo puede recibir cargas distintas de acuerdo con las circunstancias históricas. Aunque los temas religiosos siguieron vigentes, para el siglo XIX el mundo secular y laico se había impuesto y los avances científicos proponían una nueva visión del cosmos. A finales de esa centuria, en 1895, el genial novelista británico H. G. Wells escribía su famoso libro La máquina del tiempo, en el que imaginó un viaje al futuro, sin sueño de por medio y describió un mundo sin ciudades en el que unos humanoides caníbales y depredadores que vivían en el inframundo atemorizaban a unos pacíficos y hedonistas cazadores recolectores semejantes a los prehistóricos. Con este autor se terminaban aquellos relatos que describían desde el presente un futuro ya acontecido (el triunfo del cristianismo o la independencia de Estados Unidos) y en su lugar se imaginaban sociedades y hechos que aún no existían.

 

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