Los primeros restaurantes

De “casas de salud” a espacios refinados en el siglo XIX

Ricardo Cruz García

 

El restaurante como hoy lo conocemos surgió en la Francia de finales del siglo XVIII, aunque ya existían lugares con tal nombre desde años antes y su función primigenia se vinculó más a un fin médico (al grado de que también eran llamados “casas de salud”), puesto que era un espacio en el que se ofrecían “restaurativos”, como consomé, a aquellas personas enfermas o agotadas, pero también alguna bebida como chocolate o brandy, pues no sólo se buscaba recomponer el cuerpo exhausto, sino también el espíritu.

 

Para las primeras décadas del siglo XIX –de acuerdo con Rebecca L. Spang–, los restaurantes parisinos empezaron a diferenciarse de los cafés y fondas por el servicio que ofrecían, sus menús y los amables meseros que atendían a los comensales. Como espacios por donde corrían los aires de modernidad, empezaron a ser referentes de distinción social y sofisticación urbana, pero también de una nueva sensibilidad: la del paladar.

 

En México encontramos los primeros registros de restaurantes hasta el ombligo de la centuria decimonónica, aunque desde años antes existían fondas al “estilo francés”. Los novedosos establecimientos eran dirigidos, cómo no, por cocineros galos –y así lo presumían–, si bien muchos de ellos surgieron vinculados a los cafés de la época, pues estos eran los espacios “por excelencia entre las clases altas y los pequeños sectores medios” de la capital del país, como ha señalado Víctor Martínez Ocampo.

 

Tal fue el caso del café y restaurant (con billar y pastelería) del Teatro Nacional, propiedad de M. Froment, el cual incluso se anunciaba en francés en la prensa mexicana de 1849. También estaba el café-restaurant del Bazar, que abrió en 1852 y quedó a cargo de Francisco Coquelet, recién llegado de París; allí, además de nevería y billar, se ofrecían almuerzos, comidas y cenas a precios “sumamente módicos”.

 

El del Bazar es un claro ejemplo del aire de distinción y sofisticación que empezó a rodear a este tipo de establecimientos. Monsieur Coquelet ofrecía a sus clientes vivir la experiencia de los restaurantes parisinos en la Ciudad de México: no sólo imitaba el orden y la organización de aquellos, sino también las ventajas y comodidades que hacían las delicias de “los gastrónomos, de la juventud elegante y de los viajeros”. Para ello, disponía de un riquísimo y abundante surtido de conservas, vinos, licores, postres y pastelería, así como de lo “más delicado y exquisito” que pudiera saborearse en la capital, basado en lo que se comía en la misma Francia y otros países en los que Coquelet había estado.

 

Además, dicho café-restaurant contaba con tres cocineros y un pastelero seleccionados entre los mejores de los hoteles de París, y brindaba un servicio de mesa lleno de lujo y elegancia. Por si esto no fuera suficiente, agregó un gran número de gabinetes –una novedad que diferenció a este tipo de lugares–, a fin de dar mayor comodidad y privacidad a los concurrentes, aparte de que ofrecía lo necesario para grandes festines como ambigús (buffets), saraos, comidas de gala, cumpleaños, bautizos y hasta bodas.

 

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