Los exesclavos negros que llegaron al norte de México en el siglo XIX

Peregrinos por la libertad

Javier Villarreal Lozano

 

Al noroeste de la ciudad Melchor Múzquiz, Coahuila, en la entrada del pueblo hay un aviso: “Comunidad de negros”. A quienes habitan allí y escribieron el letrero no les importó que hoy resulte políticamente incorrecto el uso del término negro. Ellos están orgullosos de ser descendientes de valientes exesclavos africanos que hace casi 170 años encontraron en México el bien preciado de la libertad. Esta es su historia:

 

En 1850, con asombro y seguramente también miedo, los habitantes de Guerrero, Coahuila, vieron cruzar el Bravo e internarse en territorio mexicano a cerca de setecientos hombres, mujeres y niños de la más heterogénea apariencia. La mayoría eran indios, pero junto a ellos venían negros. Buscaban refugio en México huyendo de la feroz persecución emprendida por el gobierno estadounidense.

No fue aquella la única oleada de indios y exesclavos africanos llegados a Coahuila. Otro grupo formado por seminolas, negros y algunos kikapúes se presentó ese mismo año en San Fernando (hoy Zaragoza), solicitando asilo y tierras para trabajar. Al frente venían tres jefes cuyos nombres estaban destinados a convertirse en leyenda: el seminola John Horse, posteriormente castellanizado como Juan Caballo; Wild Cat (Gato del Monte) y el kikapú Papicuan.

Seminolas y antiguos esclavos compartían una historia de valentía, sufrimiento y terror: eran víctimas del Tratado Adams-Onís, firmado el 22 de febrero de 1819, por el cual España vendió a Estados Unidos la península de Florida en cinco millones de dólares, tras una larga historia de confrontaciones armadas entre las dos naciones. Fue un mal negocio para los españoles. Nunca recibieron el dinero. El gobierno estadounidense obtuvo gratis el territorio exigiendo compensación a España por los daños causados en la guerra e inició el exterminio de seminolas y exesclavos.

 

De la libertad al horror

 

La historia de los negros llegados a Coahuila arranca en 1770, cuando esclavos de origen africano huyeron de Carolina del Sur, Georgia y Alabama, y encontraron refugio en Florida, entonces posesión de la Corona española. Se acogían al decreto real de 1699, el cual ofrecía protección a esclavos evadidos. Buen número de estos fueron bien recibidos en la Florida por los seminolas que allí habitaban.

Indios y exesclavos convivieron en paz, produciéndose un intercambio cultural tan estrecho que los negros acabaron llamándose a sí mismos “mascogos”, castellanización de mascogee, nombre de algunas familias lingüísticas, entre ellas la creek y la seminola.

La pacífica convivencia terminó bruscamente cuando Estados Unidos se adueñó de Florida, poniendo punto final a la azarosa historia de esa península, utilizada en ocasiones como moneda de cambio entre las naciones europeas.

 

Española, inglesa, francesa, estadounidense

 

En 1513, Juan Ponce de León, quien según la tradición buscaba la fuente de la eterna juventud, fue el primer europeo en poner el pie en Florida, la cual nominalmente pasó a formar parte del virreinato de la Nueva España y ser dependiente de la capitanía de Cuba.

Exploraciones posteriores enriquecieron el conocimiento sobre el territorio, pero fue hasta 1565 cuando se fundó San Agustín, el primer asentamiento español perdurable. Casi dos siglos después, en 1763, concluyó el dominio hispano al ceder Florida a Gran Bretaña mediante el Tratado de París que puso fin a la Guerra de los Siete Años. La presencia británica fue efímera. Al consumarse la independencia de Estados Unidos, en 1783, España recuperó la península, solo para enfrentar la agresiva presión expansionista norteamericana.

En un esfuerzo tan inútil como desastroso, igual como se hizo en Texas, España promovió la colonización de la península y, lo mismo que ocurrió en Texas, el incremento demográfico cargó la balanza a favor de angloamericanos e ingleses poco afectos a España, que pronto se vería envuelta en la invasión napoleónica iniciada en 1808. Con el rey Fernando VII en el destierro y la sede del imperio ocupada por las tropas de Napoleón, la debilidad de España incitó a colonos angloamericanos a proclamar el establecimiento de la República de Florida Occidental el 23 de septiembre de 1810.

Fue el principio del fin. Las incursiones del ejército estadounidense llegaron hasta tierras de los seminolas. El robo de ganado y las atrocidades cometidas por la soldadesca detonaron una guerra con inocultable trasfondo genocida. Luego de que los norteamericanos destruyeran el Fuerte Negro, dice un autor, “siguió un periodo de asesinatos y robo de ganado que encolerizó a los nativos y llevaron a la Primera Guerra Seminola (1817-1818), conflicto que ofreció un casus belli a los estadounidenses para poner en jaque la permanencia de la titularidad de España en las Floridas”.

Con cuatro mil hombres, Andrew Jackson coronó la completa dominación norteamericana de la península mediante la llamada Segunda Guerra Seminola (1835-1842). La frase atribuida a Jackson: “El mejor indio es el indio muerto”, revela la ausencia total de límites éticos en la ocupación.

Sin embargo, no fue tarea sencilla. Seminolas y descendientes de africanos iniciaron una contraofensiva que acabó por convertirse en la rebelión esclavista más importante de las registradas en la historia de Estados Unidos. Fincas dedicadas al cultivo de la caña de azúcar fueron arrasadas, afectando seriamente a la región agrícola más desarrollada del país.

 

México: tierra de libertad

 

Acosados por los estadounidenses, seminolas y exesclavos negros que lograron salvarse de la furia genocida de Jackson iniciaron un peregrinar que los llevó hasta el río Bravo, al sur del cual estaba la ansiada libertad, pues México había abolido la esclavitud años atrás.

El Supremo Gobierno brindó buena acogida a los migrantes. Para dotarlos de tierra, adquirió cuatro sitios de ganado mayor (alrededor de 68 000 hectáreas) pertenecientes al latifundio de la familia Sánchez Navarro, que repartió entre kikapúes, mascogos y seminolas. Estos últimos tiempo después abandonarían el país. Mascogos y kikapúes permanecen hasta ahora en El Nacimiento, llamado así por encontrarse en las cercanías del manantial donde nace el río Sabinas, el más caudaloso del interior de Coahuila.

También las autoridades coahuilenses vieron con buenos ojos a los recién llegados. El estado vivía momentos críticos a causa de los constantes ataques de apaches y lipanes, que cruzaban el Bravo para arrasar pueblos y ranchos, robar ganado y raptar a mujeres y niños. La escasa población de Coahuila era una limitante para combatir con éxito a los depredadores venidos allende la frontera. Indios kikapúes y negros mascogos eran aliados potenciales, como lo demostraron posteriormente. Con base en el diario de operaciones del coronel Juan José Galán, quien participó en una de las decenas de campañas para perseguir a los “indios bárbaros”, en 1851 el subinspector en Coahuila, Juan Manuel Maldonado, encomió el comportamiento de aquellos:

 

“Los señores oficiales, tropas y voluntarios son también acreedores a la consideración […], pero singularmente el jefe Gato del Monte, los capitanes Nicusimalda, Manuel Flores y John Johos, sus demás oficiales y tropa, seminoles y moscogos [sic]; cuya lealtad, sufrimiento y conducta bélica es digna de imitarse y merece consideración del Supremo Gobierno de la Unión […] La conducta noble y leal del Gato del Monte, de sus jefes y seminoles, el capitán John Johs [sic] con los negros que mandaron en esta jornada de sufrimientos, ha probado que su adhesión a México es digna de que el Supremo Gobierno de la Unión y los poderes generales del Estado protejan sus inclinaciones hacia la civilización y los hagan provechosos a la frontera.”

 

La generosa disposición del gobierno mexicano al abrir las puertas a los grupos perseguidos en el vecino país resultó, a fin de cuentas, beneficiosa. Trajo paz a una región coahuilense constantemente castigada por apaches y lipanes. Así lo reconoció el gobernador Victoriano Cepeda en su informe leído ante el Congreso estatal el 2 de enero de 1869:

 

“Existen en la antigua hacienda de Nacimiento, jurisdicción de la municipalidad de Múzquiz, varias tribus de indios pacíficos […] emigradas de Estados Unidos hace algunos años […] Desde que han radicado en aquel punto, han evitado por allí las incursiones de los indios bárbaros antes tan funestas a los habitantes de aquella villa [Múzquiz] y demás puntos inmediatos: muchas veces han salido a largas y provechosas campañas contra ese enemigo.”

 

Su permanencia en territorio mexicano no fue fácil. Bandas de norteamericanos se internaban en el país con la intención de aprehender a esclavos fugados y devolverlos a sus amos. El 2 de enero de 1855, el gobierno de Coahuila informaba al ministro de Gobernación de la invasión de medio millar de “filibusteros” estadounidenses, “los cuales –agrega el comunicado– se dirigen al Distrito de Río Grande [colindante con el Bravo], con el pretexto de llevarse a los negros que allí residen”.

También la codicia de autoridades y particulares amenazaba la existencia de las colonias. Santiago Vidaurri, el gobernador que anexó Coahuila a Nuevo León, despojó de tierras a los kikapúes y mascogos. Una comisión de estos viajó a México a entrevistarse con el emperador Maximiliano en marzo de 1865, solicitando se respetaran los acuerdos existentes con el gobierno. El encuentro lo inmortalizó el pintor Jean-Adolphe Beaucé. A los indios, apunta Wilhelm Knetchel, jardinero oficial de la residencia imperial del Castillo de Chapultepec, los acompañaban tres negros –seguramente mascogos– que sirvieron de intérpretes traduciendo al inglés la conversación.

Los descendientes de aquellos antiguos esclavos ocupan hasta hoy las tierras entregadas por el gobierno y, no obstante el mestizaje, varios de ellos conservan rasgos que son herencia de sus antepasados africanos, e incluso los que tienen tez más clara se siguen identificando a sí mismos como negros.