La crisis electoral, el derrocamiento del gobierno y el fusilamiento de Guerrero evidenciaron la debilidad de las instituciones del naciente México, así como la predominancia del uso de la vía armada para alcanzar el poder o mantenerse en él.
Antonio Facio, ministro de Guerra de Anastasio Bustamante, dejó claros los motivos del proceso en contra de Guererro. Su argumento fue defender a la patria y evitar más muertes, pues habían tres mil víctimas y se habían gastado más de dos millones y medio de pesos para conservar la paz de la República: “Si a un particular le es lícito […] comprar su paz individual a cualquier precio, con mayor razón la patria debe comprar la suya por la pequeña suma de cincuenta mil pesos”, según le contó a Carlos María de Bustamante.
Este pragmatismo estableció un patrón de práctica política, más para mal que para bien, porque significó que, a partir de un pronunciamiento militar y un descontento de ciertos sectores, se podía quitar al ejecutivo mediante argucias legales en el seno de la representación nacional. La receta fue copiada ad nauseam durante el siglo XIX.
Las explicaciones que ofreció la historiografía sobre que el fusilamiento se había tratado de una “traición” y una “infamia”, quedaron en el imaginario, así como que se había tratado de un “motín militar”, como lo aseveraron Juan de Dios Arias y Enrique de Olavarría y Ferrari, en el tomo cuarto del México a través de los siglos. En la misma línea, José María Lafragua exhibió el contrato por el que se entregaba el caudillo de la Independencia al marinero Picaluga, lo que los ministros de Anastasio Bustamante negaron rotundamente. En estas personalidades recayó la responsabilidad de los actos, que se calificaron de reprobables por la traición del genovés.
Pero ¿de qué se le acusaría a Picaluga? ¿De dolo, fraude, perfidia o quizá de haber “salvado a la República”, como dijo Facio? Se le pagó su acción y se fue sin ningún cargo. Sin embargo, en él se cumplió más tarde aquello de que “el que a hierro mata a hierro muere”, ya que se le aplicó la pena capital el 28 de julio de 1836 como bandido “de primer orden” y además se le exigió indemnizar a los herederos de Guerrero y pagar los gastos del proceso.1 Al final, aquí no hubo víctimas ni victimarios, ni traidores, sino el ejercicio de mantenerse en el poder.
Otro argumento fue que se trató de un “golpe de Estado” contra Guerrero, lo cual no caracteriza exactamente los acontecimientos ocurridos. Esta línea explicativa sugiere la existencia de un Estado, pero recuérdese que habían transcurrido escasos diez años de la consumación de la independencia –pocos en la vida de las naciones, como se dice– y la construcción de un nuevo Estado estaba lejos cuando el orden jurídico heredado de la Colonia, basado en privilegios y el mantenimiento del estatus de las clases propietarias, no había cambiado y no existían poderes e instituciones consolidadas. Cambiar el orden colonial implicaba destruir esos privilegios de clase y formalizar ciertas instituciones jurídicas y políticas; darles autoridad y legitimidad; sin embargo, por su debilidad, podían quebrarse fácilmente.
Desde el ascenso de Agustín de Iturbide era notoria la debilidad del poder Ejecutivo. El mecanismo para fortalecerlo y ejercer el poder fue otorgar facultades extraordinarias, un recurso necesario para enfrentar a las fuerzas políticas y militares, pero que constituyó un peligro por los excesos que se pudieran cometer. A pesar de ello, fue de uso frecuente hasta mediados de siglo.
Otro de los mecanismos usados para transitar de una facción a otra, y no ser condenados política ni moralmente, fue la defección, que se practicó en el Plan de Jalapa, y en los subsecuentes pronunciamientos se validó como una manera en que el “chaqueterismo” político tomó carta de naturalización y se convirtió en una constante.
Voces críticas se levantaron contra el juicio a Guerrero y el que se hubiera dejado su suerte a un tribunal incompetente. La actitud de quienes lo juzgaron fue reprobable y reprobada, ya que se argumentaba que debió ser acusado ante las Cámaras, dando lugar a la formación de una causa y luego ser juzgado por la Suprema Corte, dado que legalmente no se le quitó su carácter de presidente. De hecho, hasta entonces no se había recurrido a una solución tan radical como mandar al paredón a un mandatario, por lo que se tuvo que buscar cualquier resquicio legal para darle ese cariz. Las voces de los congresistas que pedían amnistía y la extradición de Guerrero fueron desoídas. Ninguno de los ministros de Bustamante fue juzgado por el caso.
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Javier Torres Medina. Doctor en Historia por El Colegio de México. Es profesor del Tecnológico de Monterrey, campus Estado de México, y de la FES Acatlán de la UNAM. Sus investigaciones se han enfocado en la historia económica y política de México. Entre otras obras, ha publicado Centralismo y reorganización. La hacienda pública y la administración durante la primera república central de México, 1835-1842 (Instituto Mora, 2013).
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