Las alhajas de Santa Marta y los piratas

Leticia Pérez Puente

Cuando pensamos en catedrales coloniales, imaginamos sus torres y campanarios, sólidas puertas de madera, grandes retablos dorados, un crucifijo al centro del altar, imágenes de madera policromada, pinturas murales y cuadros. Sabemos que no todas son iguales, pero no todos pensamos qué tan distintas pudieron llegar a ser.

 

Tampoco se suele pensar mucho en para qué servían. Para oír misa –eso es seguro–, para evangelizar y también para gobernar las parroquias o pequeñas iglesias a su alrededor. Claro es que representaban autoridad y poder; pero, además de eso, una de sus funciones esenciales era arraigar a las personas en las ciudades, crear comunidades estables y fijas.

Por eso, cuando se descubrió y pobló América, los reyes españoles ordenaron crear catedrales por todos lados; aquí y allá, donde más las necesitaban y se podían establecer. La metropolitana de México se edificó con piedras del templo del dios Huitzilopochtli en el centro de Tenochtitlan, y aunque luego se debió mover, solo fueron algunos metros.

Otras construcciones menos afortunadas mudaron largas distancias una y otra vez. La de Santiago del Estero, en las llanuras del Tucumán argentino, tuvo que ser trasladada a la ciudad de Córdoba, pues el poblado se inundaba con las crecidas del río Dulce. A la de Guatemala se la llevaron de un valle a otro, primero cuando un volcán vecino que tenía una laguna en su cráter expulsó torrentes de agua que inundaron la ciudad, y luego debido a los constantes terremotos.

La de la Ciudad Imperial, que aparte de los chilenos pocos conocen, se fue silenciosa a Concepción durante una noche, para escapar de los araucanos que habían sitiado a la población. La famosa iglesia de Castilla del Oro que tanto esfuerzo costó establecer solo duró siete años en Santa María la Antigua del Darién. Su obispo, fray Juan de Quevedo, había salido de Sevilla en 1513, en una imponente expedición que trasladó familias, esclavos, artesanos, labradores y gran cantidad de animales, así como bienes muebles que iban desde cazuelas hasta ladrillos.

Todo ello para fundar una nueva ciudad castellana en algún lugar de la selva pantanosa del Darién, en la actual frontera entre Colombia y Panamá. La ciudad muy pronto resultó insostenible, por lo que, con todo y catedral se fueron a Panamá, a un sitio del que luego también se debieron mudar para evitar el embate de los piratas. En realidad, fueron muy pocas las catedrales que una vez funcionando no cambiaron de sede.

Pero ahora, sobre la que quiero escribir es la iglesia de Santa Marta, el primer asentamiento del Caribe colombiano que perduraría.

Un templo junto al río

A diferencia de otras, esa catedral estaba fuera del centro de la ciudad, apartada de las viviendas que rodeaban la plaza central. Era una casita construida con madera de barriles, que se iba a la deriva cuando, como era costumbre, crecía el cauce del río Manzanares. Santa Marta misma era como su catedral; tenía un alma fugitiva, como una pequeña perla que rodando viene y va entre la arena blanca del Caribe.

La ciudad había sido fundada de cara al mar en 1526 por Rodrigo de Bastidas, por la pura voluntad de ir más allá, a la tierra incógnita, cuando quizá lo más prudente era regresar. Su plaza central corría desde la casa del ayuntamiento hasta el puerto; una ensenada en forma de medialuna donde tocaban los galeones de Tierra Firme y se organizaba la fuerza militar, el tránsito de mercancías y las caravanas de conquistadores y viajeros, quienes en busca de oro y mejor fortuna se aventuraban a las provincias del interior. Sus casas, caminos, acequias e iglesia fueron construidos por los indios taironas y guanebucanes, así como por los negros de Guinea y Angola.

Pero ellos no la habitaron. A ella llegaron españoles, alemanes, portugueses, flamencos, borgoñones, griegos… Desarraigados que lo dejaron todo, por fuerza o voluntad, y llegaron con un único propósito: pasar adelante. No buscaban muchachas casaderas; caminaban rápidos y violentos con ánimo de engancharse en una expedición para ir al “rescate del oro”, porque según decían, los indios lo desperdiciaban ofreciéndolo a falsas deidades.

A esa búsqueda de fortuna se sumaba el anhelo de aventura y fama que parecían fáciles de hallar, pues la puerta que conducía a ellas estaba a solo veinticinco leguas de Santa Marta: el estuario del majestuoso río grande de la Magdalena. En 1536 cinco bergantines, una fusta ligera y seiscientos hombres se habían adentrado por su cauce de diez kilómetros de ancho para buscar el nacimiento del río, mientras cien encabalgados y otros tantos a pie hacían el recorrido por su rivera.

Siempre a punto de llegar a algún lado, a la fuente del Magdalena, a Lima, Quito, el Cuzco, el Dorado…, nadie se detenía mucho tiempo en Santa Marta ni se fijaba en su catedral, que quizá por eso siempre fue pequeña. Cuando los maderos se pudrieron a fuerza del tiempo y del agua, se hizo de tierra cruda partes para evitar que se cayera. No era una iglesia que invitara a entrar sino a salir; era sitio de paso, igual que la ciudad, que no hacía sino despertar anhelos que debían buscarse en otro lado.

A la vera de los asaltos piratas

Afanado por asentar la iglesia, el segundo obispo –porque nadie supo bien quién había sido el primero– había llegado con alhajas: una custodia y un cáliz de plata, labrados por un orfebre sevillano, Alonso de Madrid. Pero el obispo falleció a los pocos días de su arribo.

Cinco años después de los funerales apareció un nuevo obispo con otro cáliz, otra custodia y diversos ornamentos comprados en Sevilla, pues los primeros habían sido robados. Unos piratas franceses comandados por Roberto Baal habían saqueado la ciudad durante siete días, llevándose todo lo que había de valor, y entre ello las joyas de su pequeña iglesia.

Y es que, en esa ciudad, donde todos estaban con un pie en la borda y el remo en la mano, los piratas entraban y salían a placer, como tormenta en la cuenca del Caribe. Su primer gobernador le había construido en 1529 una fortaleza de piedra para custodiar el puerto, pero no servía de mucho, pues no había suficientes hombres para defenderla.

Por eso, las nuevas alhajas sevillanas le durarían poco a la catedral. Los piratas regresaron y encadenaron sus navíos al fondeadero para proveerse de lo necesario, tan sin vergüenza y tan de reposo como si fuera puerto de Francia. Quemaron la ciudad y, antes de prender fuego a la iglesia, le quitaron todo, hasta las puertitas doradas del nicho donde guardaba su Santísimo Sacramento.

 

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