La última batalla de Vicente Guerrero

Javier Torres Medina

Guerrero acudió al ministro de Estados Unidos en México, Joel R. Poinsett, en busca de recursos para continuar la guerra contra los que lo habían destituido, a cambio de “cumplirle la oferta que le hice de la venta de Texas luego que esté en posesión de la presidencia”.

 

Cuando Guerrero radicalizó su postura levantando pueblos para su causa, estableció en Tixtla su cuartel general. La prensa opositora comentó que “incendia la guerra en el sur entre las castas” y que había logrado sembrar la discordia entre negros y blancos. Hasta de eso lo acusaban las élites. Se decía que en Xilotepec y otros puntos del Estado de México se habían recibido comisionados para levantar aquellos pueblos y, por medio de esto, se repartieron grados militares.

En marzo de 1830 Guerrero se hallaba entre la Costa Grande y el sur de Michoacán, sumando a sus antiguos partidarios de cuando era insurgente. Para entonces contaba con más de tres mil hombres. Se le unieron gente como Francisco Victoria, hermano de Guadalupe, y el gobernador de Michoacán, José Salgado, quien más tarde resultó apresado y, a pesar de los ruegos y llanto de su mujer reclamando el cumplimiento de las leyes constitucionales, fue sentenciado al paredón, pero estando en capilla se dio a la fuga. También se le sumó el coronel Juan Álvarez, quien arrestó al comandante Francisco Berdejo, enviado a Acapulco por el gobierno. Un papel intitulado Para que viva la patria que se castigue a Guerrero denunciaba que los aliados del otrora presidente se dedicaban a robar y saquear los pueblos y rancherías por donde pasaban.

En ese tiempo, Manuel Gómez Pedraza regresó de Europa, pero Facio emitió una orden para que no se le permitiera la entrada “por no convenir a la tranquilidad” de la República, por lo que se reembarcó rumbo a Nueva Orleans. Tal disposición era anticonstitucional, pues no se podía prohibir la entrada a un ciudadano con plenos derechos, por lo que fue impugnada por Andrés Quintana Roo.

También en esos días, desde un balcón de Palacio Nacional, Bustamante y las altas jerarquías militares presenciaron una gran parada de más de tres mil soldados que “sostendrían la ley”. Desde ese pódium se daban baños de legalidad y, como corifeos, los presidentes de las Cámaras le daban su venia al gobierno. Detrás de los cortinajes, planeaban otra “solución” a la revolución del sur.

¿Qué hacer con Guerrero?

El 1 de enero de 1831 se instalaron las Cámaras elegidas casi en su totalidad por el gobierno, las cuales propusieron un proyecto de amnistía “indulgente y generoso”, con la idea de defender las leyes y “evitar más derramamiento de sangre”.

Al día siguiente, mediante una estrategia comandada por el también antiguo insurgente Nicolás Bravo, se derrotó a Guerrero y a Álvarez en Chilpancingo, por lo que ambos marcharon hacia a Acapulco. El 31 de enero Facio informó ante el Congreso que el líder sureño se había embarcado rumbo a Huatulco y que había sido detenido. El 1 de febrero, a las dos y media de la tarde, se anunció con un repique a vuelo de la catedral capitalina, la noticia de la prisión de Guerrero, “sin que precediera orden del gobierno”.

El Sol informó que el “faccioso” general iba acompañado del exdiputado Primo Tapia y de Manuel Zavala (comisionado por el comandante general de Jalisco). Además estaban con él Juan Álvarez, Francisco Mongoy, Césareo Ramos y el genovés Francisco Picaluga, comerciante de productos lícitos e ilícitos, que iba de Ciudad de México a Acapulco.

La discusión en el gabinete era qué hacer con Guerrero. Una de las propuestas era solicitar a las Cámaras que se le desterrase a Liorna (Italia), con una pensión anual de dos mil pesos y apercibido de que quedaría proscrito y fuera de la ley si osaba regresar al país. Facio era de la idea de que se le juzgara con arreglo a ordenanza y el oficial Joaquín Ramírez y Sesma estaba dispuesto a fusilarlo. Este proyecto era el que tenía más peso, pues había sospechas de que, si se le indultaba, su regreso sería como el de Agustín de Iturbide, pero apoyado y protegido por Estados Unidos.

Tal suposición estaba fundamentada en la correspondencia que le fue interceptada en Chilpancingo, pues en una carta a Lorenzo de Zavala, Guerrero escribió: “El dinero se me ha acabado para continuar la guerra; mándeme usted cuanto pueda, y asegúrele a Joel R. Poinsett que estoy pronto a cumplirle la oferta que le hice de la venta de Texas luego que esté en posesión de la presidencia. Necesito también armas y vestuario, pero esto me lo deberá proporcionar con toda reserva y disimulo”. Facio concluyó diciendo: “tanta sangre de mexicanos se ha derramado por defender las miras ambiciosas y criminales del cabecilla Vicente Guerrero”.

El gobierno tomó varias disposiciones y medidas en secreto. Se hizo salir al coronel Gabriel Durán a la posta para Oaxaca y con igual rapidez movió gruesos cuerpos de tropa para el mismo punto, al que también se mandó al comandante general Ramírez y Sesma, que estaba en Oaxaca. Todo hacía indicar que allí se le formaría un consejo de guerra y que sería fusilado irremisiblemente.

 

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Javier Torres Medina. Doctor en Historia por El Colegio de México. Es profesor del Tecnológico de Monterrey, campus Estado de México, y de la FES Acatlán de la UNAM. Sus investigaciones se han enfocado en la historia económica y política de México. Entre otras obras, ha publicado Centralismo y reorganización. La hacienda pública y la administración durante la primera república central de México, 1835-1842 (Instituto Mora, 2013).

 

Title Printed: 

Vicente Guerrero, del poder al paredón. A 190 años de su fusilamiento