La tierra inabarcable de Nueva España

Pilar Gonzalbo Aizpuru

La diócesis y luego archidiócesis de México manifestó su supremacía como capital de Nueva España. Tal situación fue emulada en los otros territorios, de modo que cada fundación y asentamiento con iglesia consolidó la monolítica política piramidal que perduró durante trescientos años.

 

Como estrategia política o delirio de exhibicionismo personal, Hernán Cortés se refirió a su hazaña como si, en efecto, los castellanos fueran dueños del territorio que apenas comenzaban a conocer. La Conquista era una, y los espacios que se fueron incorporando no podrían aspirar a nada más que a ser provincias sometidas a la indiscutible capital, en la que residirían las máximas autoridades. Sin duda había restos de la herencia indígena, puesto que el señorío mexica había sido el más prominente en el pasado. Su valor simbólico como antigua cabecera del tlatocáyotl contribuía a dar sustento al gobierno improvisado y pronto respaldado por decisiones de la Corona. Sobre las ruinas de la vieja ciudad se alzó la nueva, pese a las razonables recomendaciones de trasladarla a un lugar firme y a salvo de las periódicas inundaciones.

El respaldo de la tradición fue un aliciente, pronto acompañado del atractivo de consolidarse como centro económico, religioso e intelectual. La consagración de la diócesis y pronto archidiócesis, el establecimiento de la primera imprenta y la erección de la real universidad le dieron el respaldo de prestigio académico y cultural, que acreditaba la supremacía sobre las demás ciudades. Lo que no se pensó o no se manifestó fue que esa supremacía se trasladase a las costumbres, de modo que cada ocupación de un nuevo territorio, fundación de ciudades y asentamiento de grupos comprometidos en una empresa común tuvo su carácter peculiar hasta lograr la insospechada diversidad de una entidad política que se imaginaba monolítica.

Las regiones se definieron por su suelo, sus habitantes originales, sus ocupaciones primordiales, su invención de tradiciones y su vitalidad en la economía, todo ello con la aparente etiqueta del nombre con el que se designaron: Nueva Vizcaya, Nueva Galicia, Nuevo Santander, Nuevo León… Y las ciudades se definieron por las circunstancias que les proporcionaron prosperidad o estabilidad. Antequera, cruce de caminos del Norte/centro con el sur/sureste y con el Pacífico; Puebla, en la que dejaron su huella los tejedores de Brihuega, en un caso peculiar de migración regional especializada; Guadalajara, con su sostenido discreto crecimiento, el prestigio de su señorío y la dignidad que le correspondía como sede de la Audiencia de Nueva Galicia. Otras ciudades como, Veracruz, permanente puerto de llegada de las flotas de la metrópoli, con su hermana Jalapa, refugio de los temerosos del peligroso clima del puerto; Acapulco, que vivía durante las semanas previas y posteriores a la salida y la llegada de la “nao de la China”; las ciudades mineras, las que fueron centro de redes comerciales y entronque de caminos, ¿qué tenían en común y cuáles eran las costumbres que compartían?

Lo que sabemos es que nunca los novohispanos llegaron a conocer la totalidad del territorio que originalmente se adjudicaron los castellanos a sí mismos y el papa Alejandro VI refrendó en el año 1493 con las bulas Inter caetera. Si ni siquiera llegaron a pisarlo, menos pudieron cumplir el mandato de evangelizar a sus habitantes, que tampoco sentían necesidad de ser evangelizados.

Sin embargo, una vez que los misioneros llegaron a los poblados más recónditos, lograron atraer a los que llamaban infieles y que, con frecuencia, se enfrentaron a la incongruencia de que una doctrina de amor y paz se viera respaldada por la amenaza de soldados; que pregonasen el respeto a las creencias, pero condenasen a las llamas a quienes no las compartían. Pese a la ignorancia de los mismos predicadores y al ejemplo de ambiciones, venganzas, robos y crueldades de los que se consideraban buenos cristianos, la religión arraigó, quizá porque satisfizo las necesidades humanas de creer en algo superior a las mezquindades de la vida terrena y porque los rituales, los símbolos y las ceremonias podían satisfacer los aspectos externos sin llegar a penetrar en la comprensión de lo que el Evangelio representaba.

 

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