La piedad y las apariencias en Nueva España

Pilar Gonzalbo Aizpuru

La monarquía asumió como tarea divina la evangelización de un “nuevo mundo”. La Iglesia intervino entre pobres y ricos como ejemplo de piedad y vida cristiana, aunque en la práctica sus conflictos internos no siempre correspondían con sus valores.

 

En inconfesada competencia con los cristianísimos reyes de Francia, los monarcas españoles habían obtenido el título de católicos, aun antes de que sospechasen la utilidad que esa simple etiqueta les proporcionaría. Ochocientos años de proclamar la guerra contra el Islam logró grabar en el imaginario de castellanos y aragoneses la convicción de que ellos eran los más fieles siervos de la Iglesia, responsables de atraer a la fe cristiana a todos los descarriados creyentes en otras divinidades y otras doctrinas.

El primer paso fue disputar cada palmo de tierra a los vecinos musulmanes asentados en la península ibérica. Y esa disputa se mantuvo en ocasionales campañas, famosas batallas y largos periodos de convivencia y tolerancia, pero concluyó con la desaparición del reino de Granada, la efímera tregua de concesiones moderadas y el destierro final de musulmanes granadinos y mudéjares castellanos y aragoneses, aunque las drásticas medidas acarrearon la ruina de la economía y la pérdida de la riqueza cultural que se había generado durante siglos de convivencia de quienes se designaban como practicantes de “las tres religiones”. Judíos y musulmanes fueron perseguidos por igual, obligados a abjurar de su fe y despojados de sus bienes y derechos.

Con tales antecedentes resultó sencillo extender la vocación evangelizadora a todo el continente recién descubierto que la providencia divina y las intrigas políticas pusieron bajo la tutela de los reyes de Castilla. Con la certeza de su grandeza moral, cada aventurero desembarcado en las costas americanas se sentía superior a los naturales y convencido de que tenía derecho a apropiarse de una porción de tierra y contar con trabajadores a su servicio. No era esto lo que enseñaban los frailes ni lo que decía la doctrina del padre Ripalda, pero fue algo que los españoles asumieron como sus derechos y los indios aprendieron por experiencia.

Los nobles y caciques aceptaron las reglas impuestas por quienes tenían el poder y participaron en ceremonias religiosas con aparente fervor. Para la gente “del común” las fiestas y las penitencias, el orden jerárquico y las devociones, aderezadas con relatos de sucesos sobrenaturales, dieron sentido al desorden en que habían quedado sus costumbres y creencias. Cada pueblo y ciudad tenía su santo patrono, cada barrio o parroquia honraba a sus sagrados protectores y cada penitencia tenía su compensación en un festejo, así como las faltas, los pecados, se purgaban con indulgencias y actos de desagravio. Esta economía de obligaciones y recompensas respaldaba las vistosas ceremonias, con adornadas imágenes y tañido de campanas. Las cofradías contribuían a consolidar el sentido de pertenencia y el orgullo de sentirse parte de comunidades bendecidas por la Iglesia.

Los párrocos, doctrineros y clérigos en general, en comunicación permanente con los fieles, podrían haber sospechado hasta qué punto el aparato externo y las ostentosas penitencias eran ajenos a la actitud cristiana de paz, caridad, confraternidad y tolerancia recomendados por el Evangelio. Pero, en tal caso, habrían tenido que denunciar la hipocresía de los señores que actuaban  al margen de la justicia, ignorantes de las obras de caridad y practicantes de los siete pecados enumerados en el catecismo. Sobre bases tan inciertas y acomodaticias no es de extrañar que la religiosidad popular fuera superficial y supersticiosa, cuidadosa de las apariencias y olvidada de las virtudes.

Es fácil hablar de peregrinaciones y santos milagreros, de jubileos y novenas, de sermones y procesiones, vírgenes intercesoras en espera de lluvias o santos curanderos de dolencias físicas. Pobres y ricos, campesinos y burócratas, jóvenes y ancianos, desde el siglo XVI al XIX, los novohispanos se consideraron a sí mismos ejemplo de piedad y modelo de vida cristiana. No somos jueces para sentenciar a nuestros antepasados, cuyos méritos y debilidades son más apreciables al acercarnos a las rutinas de la vida cotidiana.

 

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