Alguien debió informarle a Benito Juárez algo como esto: “Fíjese, señor presidente, que a lo mejor le vendimos la momia de don fray Servando Teresa de Mier a un circo”.
1861. Febrero. Los peones trabajan a marchas forzadas para demoler el convento de Santo Domingo, en el centro de la Ciudad de México. Con las leyes de desamortización y nacionalización de bienes eclesiásticos, emitidas pocos años antes, se había expulsado de sus conventos a las órdenes religiosas y buena parte de sus inmuebles pasó a manos del Estado. Muchos recintos católicos quedaron abandonados, fueron derrumbados o destinados a diversas actividades civiles.
En esos días de febrero, los trabajadores que derribaban el imponente edificio realizaron un insospechado y tétrico hallazgo: catorce momias que dormían el sueño de los justos emergieron de las entrañas del osario del convento. Empotradas en un tosco muro, fueron exhumadas una a una. Su estado de conservación era perfecto y su apariencia perturbadora. Los restos fueron exhibidos durante algunas semanas, en las inmediaciones de la actual calle Leandro Valle, para alimentar la morbosa fascinación y curiosidad de los paseantes.
El periódico El Siglo Diez y Nueve del 20 de febrero de aquel año registró parte del espectáculo macabro: “La actitud violenta que guardan, la congojosa expresión de su gesto y las contracciones musculares que conservan, dan a conocer que jamás fueron sepultadas en un ataúd las que a todas luces fueron víctimas de los crímenes sacerdotales de la Inquisición”.
Tras el lúgubre descubrimiento, las autoridades locales tomaron cartas en el asunto y, en la vorágine del espíritu de secularización, decidieron ceder una momia a la Escuela de Medicina y el resto venderlas a un empresario circense que emprendió con ellas un tour del terror por Europa.
Sería hacia 1868 cuando uno de los subordinados de Juan José Baz, que entonces gobernaba la capital mexicana, le confesó que, al parecer, una de aquellas momias correspondía ni más ni menos que al “Abuelo de la Patria”: fray Servando Teresa de Mier, sepultado en el convento dominico en diciembre de 1827.
El embrollo no tardó en llegar a los pasillos de Palacio Nacional, donde, décadas antes, el presidente Guadalupe Victoria había otorgado a fray Servando una habitación para que, “entre la gratitud de la Patria”, pasara sus últimos días. Alguien debió informarle a Benito Juárez algo como esto: “Fíjese, señor presidente, que a lo mejor le vendimos la momia de don fray Servando Teresa de Mier a un circo”.
Juárez emprendió una infructuosa búsqueda de la dichosa momia que, se decía, pertenecía al gran héroe liberal de México, doctor en Sagrada Teología por la Pontificia Universidad de México, dominico y uno de los más preclaros –y también más megalómanos– políticos y oradores de la historia mexicana.
Nunca se supo si efectivamente aquella momia correspondía al cuerpo del padre Mier. En 1861, un doctor militar de apellido Orellana publicó unos Apuntes en los que identificaba a Teresa de Mier como la momia número 2 y aseguraba que había terminado fragmentada y como curiosidades en Argentina. En 1882 El Monitor Republicano ofreció una de las últimas noticias de las momias mexicanas: reportaba que formaban parte de un espectáculo en Bruselas, Bélgica.
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Una momia de nombre fray Servando