La leyenda de Chucho el Roto

Gerardo Díaz

La colección digital de la Universidad Autónoma de Nuevo León tiene los legajos originales del último proceso contra Jesús Arriaga. Su detención, testimonios y final sentencia. Un documento sumamente valioso para apartar el personaje de fantasía con los pormenores del ciudadano.

 

La historia de Jesús Arriaga tiene la particularidad de estar relacionada con el ambiente citadino. No es el típico personaje violento ni el diestro portador de un arma. Mucho menos un personaje que oculta su identidad con una máscara. Bueno, lo hace, pero a través de sus diferentes personificaciones. En sus robos usaba una vestimenta discreta pero selecta, de ahí el apodo muy difundido por la indignada prensa como de “el roto” al descubrirse que debajo de esa piel de saco limpio y zapatos boleados, en realidad es una persona de clase baja.

De acuerdo con diferentes fuentes hemerográficas relacionadas con sus juicios, sirvió en el ejército durante la intervención francesa e intentó laborar en un oficio como la carpintería. Un combatiente entonces y un hombre de bien caído en desgracia para los que siguen de a poco las anécdotas de este personaje. Una construcción literaria que, todo parece indicar, se entreteje entre opiniones editoriales, notas sobre jurados y gran evidencia no de culpabilidad sino de incompetencia judicial.

En 1868 ya tiene su primer gran encuentro con la ley al relacionarse con el asalto de una importante joyería en Ciudad de México. La culpabilidad terminará recayendo en un tal Domingo Benítez, a quien además se le imputa la muerte de un súbdito francés llamado Luis Coulas. Si bien Arriaga es absuelto por falta de evidencias un cabo queda suelto. Algo no gusta en el sistema que no consiente su libertad y lo vuelve a aprender. ¿Reclamos del importante joyero? ¿presión de los franceses indignados? Como sea, este es su exilio oficial, literalmente. Su condena incluye el destierro a Yucatán, como los mayos que Porfirio Díaz envía a esas tierras a podrirse, a desaparecer para siempre. Al no coincidir con el dictamen realiza su primer acto de escape. Es y será para siempre un forajido.

De 1869 en adelante es un deleite a la impunidad. Reaprendido y puesto en custodia en el hospital, alegando una enfermedad, se esfuma con este método en dos ocasiones. Es apresado por robo al Monte de Piedad y enviado a la famosa Cárcel de Belén, de donde escapa por un agujero. Encontrado nuevamente con un pequeño botín fuerza la chapa de su celda y se va caminando, incluso el periódico La Iberia del viernes 10 de marzo de 1876 indica que “en su calabozo dejó una carta para el señor gobernador, despidiéndose amigablemente.”

El Monitor Republicano lo declarará sencillo pero directo: “las proezas de Cartouche, Troppmann, y Chucho el Roto, ofrecen a los ojos de ciertos buenos ciudadanos un encanto particular que les engendra la simpatía por el crimen”. ¿Será cierto? El sobrenombre de Arriaga ya es popularmente conocido. Pero sobre todo, se asocia con un tipo de reivindicación, de revancha contra los usureros. Se dice que “jamás ha cometido un asesinato ni robado a los pobres: tiene un odio a los empeñeros y contra ellos ha dirigido sus mejores golpes”. Lo cierto es que hasta la fecha hay personas que ven este tipo de negocios como una especie de robo, el obtener ganancia a costa de los necesitados como algo indebido. Un personaje al que se le pude hurtar sin remordimiento. No se comprueba obra alguna de caridad. Ninguna declaración lo asegura. Todo es un murmullo.

 

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Gerardo Díaz. Licenciado en Historia por la UNAM. Estudia el posgrado en la misma institución y se dedica a la docencia a nivel medio superior. Se ha especializado en historia militar mexicana, ha colaborado en diversas publicaciones y participado como investigador iconográfico en varias obras históricas.

 

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