La fiebre de las rumberas

Gabriela Pulido Llano

A las representaciones de las rumberas se les asoció con los atributos del bien y el mal, de lo moral y lo inmoral, de lo permitido y lo prohibido. Considerados demasiado festivos y carnales, sus vestuarios y coreografías fueron objeto de censura por parte de la prensa y el gobierno, que daba luz al reclamo de algunos sectores sociales que se oponían a estos espectáculos. A su vez, como toda sociedad en la que se practica la doble moral, las reinas del trópico –como las llamó el investigador Fernando Muñoz Castillo– recibieron un trato privilegiado por los medios de comunicación. Lo mismo se les veía conviviendo con la gente en las plazas, que en fiestas de políticos prominentes o reuniones con los empresarios del espectáculo más poderosos del México del desarrollismo de mediados del siglo XX.

 

Las rumberas cultivaron una expresión que se convirtió en moda; una imagen que subvertía el ideal femenino convencional. A ellas se debe que, en los espacios de ocio de algunas urbes mexicanas como Veracruz y la Ciudad de México, los operadores del espectáculo canalizaran su oferta hacia las producciones afrocaribeñas. Entonces los filmes, los salones de baile y escenarios festivos se inundaron de guarachas, sones, rumbas, congas, danzones, mambos, chachachás. Sextetos, septetos, charangas, orquestas, interpretaron e hicieron famoso a más de un compositor de Cuba. Asimismo, el burlesque estuvo ataviado de holanes, colas, plumas y lentejuelas, entre muchos otros coloridos detalles.

 

En 1946, el cómico Manuel Medel y la cubana Rosita Fornés inauguraron el teatro Tívoli, en el que las rumberas tuvieron una plaza colosal, al igual que sucedió en el cabaret Waikikí. Ambos, ubicados en el Paseo de la Reforma de la capital del país, anunciaron noche tras noche, en sus marquesinas, las variedades ofrecidas por las rumberas, acompañadas por las orquestas cubanas.

 

Hombres y mujeres de todas las clases, de todos los estratos, acudieron a ver sus meneos y agitaciones. Testigos del aumento de la temperatura en los salones de baile, las mujeres intercambiaban sus zapatos bajos por tacones y los hombres se hacían de su calzado bicolor y atuendo extravagante. Entonces, la concurrencia aceleraba el ritmo de sus pulsos y se decidía a sudar y sudar unas horas, imitando los pasos rumberiles, vistos una y otra vez en la matiné del fin de semana anterior.

 

 

Esta publicación es un fragmento del artículo “Las Rumberas” del autor Gabriela Pulido Llano y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 94.