La familia en Nueva España

Pilar Gonzalbo Aizpuru

“Las grandes mansiones respondían más al lucimiento de la opulencia que a las necesidades reales de familias, que rara vez eran numerosas, por la gran mortalidad de niños y recién nacidos”

 

Las campañas bélicas eran asunto de hombres y pocas mujeres acompañaron a las primeras expediciones. Algunas pelearon junto a sus compañeros, otras curaron sus heridas y quizá fueron muchas las que aderezaron un buen guiso cuando consiguieron los ingredientes necesarios. En cuanto se apaciguó una parte del territorio, los aventureros solitarios se apresuraron a buscar compañía. Para obtener y conservar encomiendas, sus poseedores debían estar casados y las pocas españolas fueron muy solicitadas; pero también se disputaron las indias viudas o huérfanas, herederas de tierras y con trabajadores asentados en sus propiedades.

Muchos españoles llegaron atraídos con la expectativa de mercedes reales, rapiña legalizada y riquezas fáciles; se establecieron en los territorios que se extendían mediante el dominio de señoríos indígenas o en los que se podría conseguir trabajadores para la minería o la agricultura, y todos, o casi todos, formaban su propia familia, que podía ser compatible con otras relaciones informales con las que se acrecentó el número de mestizos. Entre casi un centenar de informaciones presentadas por conquistadores y “primeros pobladores” como ellos se llamaban, no faltan los que anuncian que su esposa está en España pero esperan que llegue a acompañarlos y los que se excusan con su viudez, sin precisar desde cuando la sufren o la disfrutan. Solo uno declaró sin tapujos que no estaba casado ni pensaba casarse porque se encontraba muy bien siendo soltero y así pensaba permanecer. Recién fundada la ciudad de Puebla, mediando el siglo XVI, de los 75 vecinos españoles, 15 eran solteros o con esposa ausente, 42 vivían con su esposa española y los restantes 18 estaban casados con india. Considerando las relaciones de méritos, fueron pocos los que informaron que su esposa era india, pero, ya en la segunda generación, mestizos y mestizas pasaban con facilidad a considerarse españoles.

Algo más se puede deducir de los libros parroquiales a partir del siglo XVII, pero todavía no se había generalizado el matrimonio como única forma de crear una familia. Unido a la naturalidad con que se veían las relaciones prematrimoniales, eso explicaría el elevado número de hijos naturales de madre española, que superaban el 30 por ciento en las parroquias de españoles de la Ciudad de México. Solo los negros y mulatos estaban sobre esa proporción (52% en el Sagrario), mientras que los indios en el medio urbano apenas alcanzaban 17% y en el campo la ilegitimidad era prácticamente inexistente.

Cada nueva ciudad fundada y poblada y cada región destinada a la minería, la agricultura o la ganadería tenía sus características propias, desde las más conservadoras e in transigentes con toda novedad, hasta las más abiertas y tolerantes. Lo seguro era que el minero enriquecido, el próspero hacendado o el burócrata influyente procuraban tener una familia, que le diera el prestigio social de un ciudadano firmemente establecido y, con preferencia, la dote de la esposa, que acrecentaría y respaldaría su fortuna.

Excepcionalmente hubo familias numerosas, pero el promedio de hijos en convivencia familiar oscila entre 2 y 3 por familia según parroquia, época y grupo social. Para la Ciudad de México, en el último tercio del siglo XVIII, cuando los registros parroquiales dan cifras confiables, el promedio era 2.5 hijos por pareja. Sin olvidar que pareja no era igual a familia y que unas décadas antes o después pueden cambiar la perspectiva. Porque, ante todo, la sociedad urbana en la Nueva España era dinámica y plural. Hasta cierto punto excepcionales, pero igualmente representativos, son los casos conocidos de algunos gachupines casados que reconocían en su testamento a los hijos mestizos de un antiguo amancebamiento, más los vástagos no reconocidos de la relación con una esclava, los hijos naturales de la esposa, que llegó con ellos al matrimonio, los nacidos de unión adulterina y algunos expósitos, más entenados, parientes pobres o huérfanos… Las familias eran, con frecuencia, complejas. Lo mismo puede decirse de los grupos domésticos en los que algunos miembros estaban unidos por matrimonio o lazos de sangre, pero otros no mencionaban ninguna relación.

Mientras en los pueblos y haciendas se imponían la tradición y las viejas costumbres de arraigo familiar, en las ciudades en general y en la de México en particular, la diversidad estaba presente en todos sus aspectos: pasar de un barrio a otro, cruzar los límites de una parroquia, caminar por distintas calles, ingresar a distintas viviendas o pasar de las accesorias con sus pequeños negocios a los cuartos interiores del primero o el segundo patio, y subir las escaleras a la planta principal, proporcionaba una imagen bastante cercana a la pluralidad, movilidad y dinamismo de la sociedad del pasado y quizá premonición del futuro.

 

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