La exploración del noreste

Portugueses y castellanos en el nuevo valle de Extremadura

Enrique Tovar Esquivel

El primer plano conocido de Monterrey es de 1768, Plano del Presidio y Ciudad de Monterrey Capital del Nuevo Reyno de León, realizado por el cartógrafo Joseph Urrutia, al servicio del virrey, como parte de un conjunto de planos que levantó en una expedición en todo el norte del virreinato. Lo curioso es que casi doscientos años después de los primeros asentamientos, la población es muy escasa. Y se aprecia el espacio de ocupación al sur del arroyo de los ojos de agua (calle Juan Ignario Ramón) y en la margen norte del río Santa Catarina al sur. Apenas unas pocas manzanas del actual centro de la ciudad.

 

En el año de 1611, la ciudad de Monterrey, capital del Nuevo Reino de León, era prácticamente arrasada por una corriente de agua impetuosa que evidenció el peligro de mantener a su incipiente población a lo largo de la ribera norte del arroyo Ojos de Santa Lucía.

Fundada por Diego de Montemayor quince años atrás, Monterrey había nacido con el ostentoso título de ciudad metropolitana, pero en realidad era apenas un caserío levantado en un tercer intento y que, a raíz de aquella inundación, sus vecinos se vieron obligados a trasladar el golpeado asentamiento a la banda sur de dicho arroyo por estar en un sitio más alto.

Ese año hubo “una avenida en la cañada del ojo de agua, que derribó la mitad de las casas de la ciudad”. Esta incipiente población se estableció en la margen norte del arroyo que se hallaba en las actuales calles de Juan Ignacio Ramón y 15 de Mayo, entre Zuazua y avenida Juárez, aproximadamente. Después de ocurrido el siniestro, “resolvió el justicia mayor pasar a la parte del Sur, por ser más alta que la del Norte”. Es decir, se acercaron a la margen norte del río Santa Catarina. Todo en el espacio de unas cuantas manzanas del centro de la ciudad.

Además de sus escasas pertenencias, trasladaron los pocos muertos enterrados en el derruido convento franciscano al nuevo que comenzaron a trazar. Entre esos cadáveres se encontraban el del fundador Diego de Montemayor, muerto un año atrás, y el de su hijo del mismo nombre, pero conocido como el Mozo, fallecido ese mismo 1611.

Ese mismo año, al otro lado de la Sierra Madre Oriental, en la villa del Saltillo, un hombre que había convivido con Diego de Montemayor, y que después se enemistó con él, se encontraba en su estancia de labor, quizá esperando el último suspiro en su camastro, pues ese mismo año también moriría. Su nombre era Alberto del Canto. ¿Conoció el infortunio de la incipiente población y su traslado a la banda sur del arroyo Santa Lucía? Pero sobre todo, ¿habrá preguntado sobre la suerte que corrieron su esposa Estefanía y sus hijos Miguel, Diego y Elvira?

Si Alberto del Canto se enteró o no del suceso, no es posible saberlo, porque tanto la inundación como su muerte no cuentan con un registro preciso del momento en que ocurrieron. Y a todo esto: ¿por qué importaba que un vecino del Saltillo, labrador y ganadero, con 64 años a cuestas, conociera esos eventos? Pues porque este vecino de origen portugués, sin haber sido testigo de esa tercera fundación, fue protagonista de la primera.

Con la muerte de Alberto del Canto se cerraba el ciclo de una generación de europeos que se abrió camino con el filo de sus espadas: hombres de armas tomar que no temieron andar largas jornadas para enfrentar a los indios llamados chichimecos en aras de obtener privilegios sobre tierras y comercio que a la larga se tradujeran en riqueza.

Los protagonistas europeos

La exploración y conquista del Nuevo Reino de León, a finales del siglo XVI, la protagonizaron europeos ávidos de emular, no a los esforzados que ganaron Granada para el cristianismo en 1492, sino a las huestes conquistadoras de México-Tenochtitlan en 1521, así como a los adelantados que descubrieron y fundaron Zacatecas en 1548. Sus propósitos no eran de conversión religiosa, sino estamental.

Los hombres que exploraron el noroeste novohispano venían de todos los reinos de la península ibérica y del de Portugal. Ya fueran nacidos en noble cuna o en simple pajar, compartían el deseo inconmensurable de fama y fortuna. Eran adelantados que ponían su vida y su caudal en empresas de exploración, conquista y dominio; hombres vestidos de soldados acompañando a soldados de verdad. Abundaban los valentones y mal hablados, los aventureros y soñadores; los menos tenían algunos conocimientos que supieron bien explotar. No faltaron artesanos, que no debían faltar, y mucho menos las mujeres, que no dudaron en cruzar el mar.

Entre esos hombres se encontraba Alberto del Canto, nacido en 1547 en la villa de Praia, “ilha Terceira” (isla Tercera), del archipiélago de las Azores, reino de Portugal. Se presume que dejó muy joven a sus padres María Dias Vieira y Sebastiao Martins do Canto (escribano) cuando partió del puerto de Angra, parada del tornaviaje de las “Indias Castellanas”, tal como lo hicieron otros tantos lusitanos que por ventura o necesidad emprendieron el viaje al Nuevo Mundo.

Cuándo y con quién llegó Alberto del Canto hasta el noroeste novohispano es algo que todavía no puede responderse, pues hay un gran vacío documental no solo sobre su persona, sino sobre la vida de otros exploradores y aun sobre las mismas fundaciones que realizaron en el septentrión.

 

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Las fundaciones de Monterrey