La fría madrugada del 24 de febrero de 1847, frente a la parroquia de Santiago, actual catedral de Saltillo, visiblemente abatido, el capitán James S. Prentiss, de la Caballería de Kentucky, hizo breve reseña de la batalla sostenida horas antes en La Angostura a un oficial recién llegado a la ciudad: “Fue terrible, señor. Cerca de un millar de hombres murieron o se encuentran heridos. Al despuntar el día se reanudará el combate. No hay esperanzas de obtener la victoria. Lo único que nos queda es pelear hasta el final”.
Como él, muchos militares estadunidenses esperaban lo peor. El mismísimo Zachary Taylor, general en jefe de las fuerzas invasoras, siempre seguro y despectivo ante la capacidad bélica de los mexicanos, también temía no poder resistir un nuevo embate de las tropas de Antonio López de Santa Anna. En vista de lo que él veía como una inminente derrota, tomó precauciones: ordenó a Prentiss emplazar una batería en Rinconada, rancho a cuarenta kilómetros de Saltillo, por el camino a Monterrey, cuya misión era “proteger la retirada [...] en caso de ser batido por el Ejército Mexicano”.
Pero no todos pensaban igual. Frente al campo de batalla, Santa Anna tomó una decisión que hasta hoy provoca controversias: ordenó la retirada. Parecía tener la victoria y Saltillo al alcance de la mano. Sin embargo, abandonó sus posiciones y marchó con sus tropas, hambrientas, sedientas y andrajosas, rumbo a San Luis Potosí. ¿Por qué desandar el terrible y desolado camino del desierto, cuando la capital de Coahuila podía ofrecerle no sólo la gloria del triunfo, sino también agua y comida para sus hombres? Todavía se discute lo que para algunos historiadores despide un sospechoso tufo a traición o, al menos, queda como una aberrante medida.
El historiador norteamericano Justin Smith recrea lo ocurrido en las posiciones estadunidenses al amanecer de aquel 24 de febrero:
Al ir subiendo el sol detrás de la sierra, los hombres de Taylor cobraron ánimo. Pero no miraban muchos mexicanos en ese frente, y pronto descubrieron que aunque toda la noche se vieron fogatas en el campamento de Santa Anna, él mismo se había retirado.
Primero se oyó un murmullo que después se convirtió en grito. Taylor y [John Ellis] Wool se abrazaron, con lágrimas en los ojos.
Resulta difícil imaginar llorando al “viejo rudo y listo Zach”, como llamaban los soldados a Taylor, futuro presidente de Estados Unidos. Sin embargo, la reacción del curtido militar se explica tras una noche de incertidumbre rumiando la casi segura derrota. Aquel triunfo y salvación imprevistos fueron demasiado incluso para su proverbial parsimonia.
Esta publicación es un fragmento del artículo “La batalla que México pudo ganar a Estados Unidos” del autor Javier Villarreal Lozano y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 93.