Pasarían muchos años para continuar con el estudio de los diferentes males asociados a la demencia, pero hacia mediados del siglo XVII dejarían de ser concebidos como actos diabólicos para ser canalizados y tratados por la ciencia.
Privilegiadas excepciones de internamiento
No todos los perturbados mentales iban internados al hospital. Tal es el caso del visitador general José de Gálvez, quien a su paso por Sonora y Sinaloa experimentó un desquiciamiento mental que causó revuelo en dichas provincias y en los más altos y estrechos círculos políticos del virreinato. Al parecer el mal se debía a las fiebres malignas o tercianas que sufría el visitador en su paso por el noroeste novohispano, lo que desencadenó supuestamente su desorden mental.
En el lapso de su demencia dictó decretos absurdos, otorgó títulos inexistentes, clamó que el mismo San Francisco de Asís le había dado instrucciones para los enfrentamientos con naturales rebeldes de las provincias del norte, para lo que bastaría traer seiscientos monos de Guatemala; incluso, mando a cortar la cabeza del mismo virrey, creyéndose él mismo rey de Prusia o Carlos XII de Suecia.
Identificada la enfermedad, un cirujano militar consideró conveniente dar al enfermo un tratamiento a base de sangrías, evitando así la concentración de humores melancólicos. A pesar de sus actos desequilibrados, el visitador nunca fue llevado ante el Santo Oficio en calidad de loco o blasfemo, ni confinado en el hospital de San Hipólito. Por el contrario, fue cuidado en Chihuahua por el fraile Joaquín de la Santísima Trinidad.
Un lugar temible
En el medio social no faltó la percepción del hospital como “un lugar temible, tal vez peor que los calabozos del Santo Oficio, donde se [encerraban] los locos molestos o furiosos en jaulas y se les [atrapaba] en cepos. [donde] los dementes pacíficos [eran] colocados en habitaciones colectivas, [podían] circular libremente por el hospital y algunos [salían] a la calle, acompañados, para pedir limosna”, según refiere Cristina Sacristán en Historiografía de la locura.
En 1608 el propio virrey Luis de Velasco, con motivo “de una visita que hizo a los hospitales de la ciudad, lo consideró el más sucio de todos los hospitales, pues algunos dementes –aseguró– dormían sobre sus propios excrementos”. Pero San Hipólito continuó funcionando como hospital especialmente dedicado a los enfermos mentales hasta el gobierno de Porfirio Díaz, cuando el auge del manicomio de La Castañeda, con la implementación de métodos más innovadores para tratar a los enfermos, ocasionó el abandono del edificio y su cierre como hospital. Actualmente pertenece al Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), en calidad de edificio histórico.
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Lunáticos… y no tanto