Era la primera vez que Borges se encontraba en nuestro país. Había sido convencido por el escritor e investigador Miguel Capistrán para que, finalmente, visitara México, con la intención de recibir un simbólico reconocimiento literario que había sido creado para que él fuera el primero en recibirlo, pues llevaba el nombre del que consideraba uno de sus más íntimos amigos y maestro: el Premio Internacional Alfonso Reyes.
México en Borges Cuando Miguel Capistrán viajó a Buenos Aires, en 1973, en busca del autor de El jardín de los senderos que se bifurcan para convencerlo de ir a México y recibir el galardón mencionado, Borges era el director de la Biblioteca Nacional de Argentina, que simbólicamente se encontraba en la calle bonaerense “México”. Ejercía el cargo desde 1955, año en el que lamentablemente había iniciado aquel “lento crepúsculo”: su ceguera. Capistrán telefoneó a la biblioteca y el propio Borges le contestó y lo invitó a “platicar” –palabra muy mexicana– sobre otro mexicano amigo suyo y maestro: Alfonso Reyes.
Borges había conocido a Reyes en Buenos Aires en 1927, cuando el escritor regiomontano era embajador de México en Argentina. Los presentó Pedro Henríquez Ureña y desde aquel momento cultivaron una amistad y relación literaria profunda. “Pienso en Reyes como en el mejor estilista de la prosa española de este siglo, y en mi escritura he aprendido mucho de él sobre la simplicidad y la manera directa”, opinaba Jorge Luis. A su vez, Reyes lo estimó mucho y se refirió a él como “un espíritu curioso, una feliz excentricidad”.
A tal grado lo consideró su maestro –junto con el español Cansinos-Assens y el argentino Macedonio Fernández– que, en el prólogo de su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1923), agradece la “generosa aprobación” de los escritores Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes. Años después confiará a Reyes el borrador de su celebrado libro El Aleph para que le diera su opinión. Dicho sea de paso, en este se mencionan dos ciudades mexicanas: Veracruz y Querétaro, en cuyo cielo vio “un poniente que parecía reflejar el color de una rosa de Bengala”.
Otras obras en las que Borges alude a México son La escritura del dios, relato en el que habla de “las tierras que rigió Moctezuma”, y su poema México, contenido en su libro La moneda de hierro (1976). Además, admiró la obra de mexicanos como Manuel José Othón y Manuel Gutiérrez Nájera. Borges también visitó México en 1978 y 1981. En su última estancia grabó un par de programas televisivos al lado de Octavio Paz y Salvador Elizondo en el Palacio de Minería, y recibió el Premio Ollin Yoliztli.
“Patria, vendedora de chía”
En 1971 Octavio Paz finalmente logró conocer en persona a Borges, en Austin, Texas. El futuro nobel mexicano confesó que en ese momento no acababa de perdonarle a Borges aquel poema recién publicado intitulado Texas, donde enaltecía a los que defendieron El Álamo y compara la batalla con la de las Termópilas. Quizá, como Paz escribirá más tarde, porque “a mí la pasión patriótica no me dejaba ver más allá” y él “no logró distinguir el verdadero heroísmo de la mera valentía”.
En 1985, un año antes de la muerte de Borges, vuelven a coincidir en Nueva York. Cenan juntos y platican. Al cabo de un rato, el “memorioso” recuerda a su maestro Alfonso Reyes y a su admirado zacatecano Ramón López Velarde, de quien recita de memoria el poema La suave patria. De pronto, se detiene en aquel verso que dice “Suave patria, vendedora de chía”, y Borges le pregunta a Paz:
—¿Qué es la chía?
—Es una semilla con la que suele prepararse un
agua fresca.
—¿Y a qué sabe?
—No puedo explicárselo sino con una metáfora:
sabe a tierra.
Borges, el ciego, mueve la cabeza. “Era demasiado y demasiado poco”. Queda asombrado. Había logrado descifrar algo nuevo en aquel poema que conocía desde su juventud. Los mexicanos nos bebíamos a diario la tierra (la patria suave, sutil) en jarras de agua fresca.
Para Paz, Borges lo era todo al mismo tiempo: “el arquero, la flecha y el blanco”; el poeta ciego que nos hizo recordar la importancia de mirar –tal como lo hace un vidente– lo que está oculto; el que nos obligó a mirar “de otra manera” las cosas que vemos en el mundo.
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