Historias de perros

Marco A. Villa

Animales sagrados y de compañía, pero también aliados en la guerra y el crimen.

 

En América Latina, una buena diversidad de canes, sobre todo los de talle grande, derivaron de aquellos que llegaron con los conquistadores españoles y fueron usados en las guerras que estos libraron contra los pobladores de los distintos territorios americanos en el siglo XVI. Sin embargo, desde antes de su arribo, la especie estaba involucrada con los hábitos y costumbres de los locales; desde la crianza para apoyar en las tareas de campo, hasta como compañeros de robo.

El cronista quechua Felipe Guamán Poma de Ayala escribió a inicios del siglo XVII que los indios criaban “perros cazadores, perdigueros y cazadores de venados y vicuñas […] y galgos, pastores y cholos”. Agrega que tenían “perros grandes y más chicos, porque estos chicos guardan las casas y chácaras y ladran más, hace una armonía y ruido de que ven a los ladrones y salteadores […] y ansí más perros han de tener en las ciudades y villas, aldeas”, donde también hay quienes los usaban para robar “casas y chácaras haciendo daño”.

En el México prehispánico, es conocido su uso ritual, económico, social y familiar. También que los ancestros de los xoloitzcuintles y chihuahueños eran los más habituales. En la Historia general de las cosas de la Nueva España, escrita en el siglo XVI, fray Bernardino de Sahagún refiere que en el territorio se criaban perros lampiños y que se les untaba una resina llamada oxitl para mantenerlos pelones. Por otra parte, se conoce que había al menos cinco razas de perros, las cuales nos dan esbozos de su relación con las personas, su entorno y la domesticación.

Uno fue el loberro (cruza de lobo y perro) de la cultura mexica. Era empleado con fines rituales, pues se le consideraba portador de la fuerza divina del lobo dentro de un animal dócil. Otros eran el maya, de nariz corta y que alcanzaba una altura de 45 cm, y el tlalchichi, un perro enano de cuerpo alargado que apenas alcanzaba los veintitrés centímetros. Sahagún escribió que estos eran unos “animalitos bajitos, redonduelos y muy buenos de comer”. Eran dados también como alimento a los bravos perros de los españoles cuando la guerra de conquista. Se extinguirían hacia el final de la Colonia, entre los siglos XVII y XVIII.

Avanzado el Virreinato, en las ciudades y villas abundaron los llamados corrientes o callejeros. Para estos hubo una ley, hacia 1571, que obligaba a los propietarios a mantenerlos atados en casa para que no escaparan y se perdieran. En caso de no acatar tal norma, se mataba al animal y se multaba al dueño.

Pero el problema de los callejeros persistió por siglos, ocasionando hacia 1709 una epidemia de rabia que apenas pudo ser controlada por la matanza ordenada contra los animales, sin importar si estaban dentro o fuera de casa; solo sobrevivirían los amarrados con cadenas. La plaza de Santo Domingo, en el actual Centro Histórico de Ciudad de México, fue uno de los lugares donde se vieron estas masacres.

En cuanto a las razas, su diversificación derivó de los usos y costumbres de los novohispanos y de la mezcla de las provenientes de Asia y Europa con las locales. Para finales del XVI, por ejemplo, una norma permitió a los indígenas de las provincias poseer solo un perro, impulsando la propagación de las razas europeas, ya perfectamente acopladas a muchos hogares. El xoloitzcuintle, a su vez, estuvo ampliamente presente tanto en el medio rural como en el urbano desde finales de la Colonia y hasta nuestros días, viviendo además un importante impulso a partir del culto a lo que debía ser lo mexicano propagado en la posrevolución.

Sin duda, incontables son las historias pendientes por escribir en torno a los perros y su relación con las personas en México.

 

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