Hernán Cortés: el periplo con sus restos

Iván Escamilla González

El traslado de los restos de Cortés a América se dio al mismo tiempo que sus hijos eran acusados de traición a la Corona y despojados de todo el marquesado, aunque serían perdonados años después.

 

Muerto el conquistador y mientras había ocasión para la proyectada fundación en Coyoacán, sus albaceas dispusieron sepultarle provisionalmente en la cripta que el duque de Medina Sidonia, poderoso aristócrata andaluz y amigo del mismo Cortés, tenía dispuesta para su propia persona en el monasterio jerónimo de San Isidoro del Campo en Santiponce, cerca de Sevilla, y que generosamente prestó a los restos del conquistador. Una procesión luctuosa de nobles, religiosos y de unos cuantos familiares, encabezados por el joven Martín Cortés, ahora convertido en segundo marqués del Valle, condujo el cuerpo de Cortés a su primer sitio de reposo.

Terminadas las exequias en su honor, el silencio cayó sobre su sepulcro, del mismo modo que la noticia de su fallecimiento pasó al parecer casi desapercibida en la misma tierra que él había conquistado y bautizado como Nueva España. Descansó el ilustre difunto varios años en San Isidoro del Campo sin más perturbación que la ocurrida en 1550, cuando fue necesario moverlo a otra capilla en la misma iglesia, hasta que en mayo de 1566 Hernán López de Calatayud, apoderado de Martín Cortés, se presentó ante los monjes para solicitar la entrega de los huesos del primer marqués del Valle, con el propósito de cumplir con su voluntad de ser enterrado en la Nueva España. Lograda la entrega, Hernán Cortés cruzaría unos meses después, póstumamente y por última vez, el océano Atlántico.

Sin embargo, el destino no permitió que su regreso al actual México fuera ocasión de conmemoraciones o elogios de sus viejas hazañas, ni que alcanzase finalmente una última morada de acuerdo con sus deseos. Pocas semanas antes de que sus restos fueran solicitados por López de Calatayud, y sin que este tuviera forma de saberlo, una verdadera tormenta se desataba en Nueva España sobre el marquesado del Valle. El segundo marqués, junto con su hermano Luis y su medio hermano mestizo, también llamado Martín, acababa de ser arrestado por órdenes de la Real Audiencia de México por su supuesta implicación en una conspiración de criollos que buscaban “alzarse con el reino”, descontentos por la política de limitación de las encomiendas puesta en marcha por el rey Felipe II.

Los Cortés fueron enviados a España para justificar su conductaante el monarca y sus bienes fueron secuestrados. Después de unos años, el marqués consiguió finalmente ser perdonado por la Corona y recuperar su patrimonio confiscado, pero este mientras tanto había padecido un grave quebranto en manos de los administradores reales. A causa de ello, varias disposiciones del testamento de Hernán Cortés, incluida la fundación del convento de monjas de Coyoacán, jamás pudieron cumplirse.

De vuelta a América

En estas aciagas circunstancias tuvo lugar el traslado de los restos de Cortés a la Nueva España, sin que se conozca noticia o mención alguna de la época acerca del momento exacto de su arribo. Quizás debido a las revueltas circunstancias políticas en que se encontraba el virreinato se consideró prudente callar su llegada, más aún cuando entonces se acusaba a su hijo de haberse querido entronizar como rey de la Nueva España en nombre del derecho de conquista adquirido por el padre. Como fuese, los huesos del primer marqués fueron discretamente depositados en el convento de San Francisco de Texcoco.

Los primeros franciscanos habían llegado a Nueva España invitados por Hernán Cortés, motivo por el cual esta orden religiosa le guardó un perenne recuerdo de gratitud y por el que los frailes debieron alojar gustosos sus restos mortales en su convento de Texcoco (donde ya reposaban un hijo y la madre del conquistador), mientras se aguardaba, aunque en vano, la construcción del definitivo mausoleo del linaje cortesiano.

Pasaron así varias décadas, durante los cuales se extinguió la vida de los últimos conquistadores y la de la primera generación de sus descendientes. Junto con una parte sustantiva de la población indígena de la Nueva España, diezmada por las grandes epidemias de la segunda mitad del siglo XVI, desapareció también la primera sociedad colonial, sustentada en el régimen de la encomienda.

Un nuevo orden y una nueva élite socioeconómica comenzaron a levantarse en el territorio novohispano sobre la riqueza generada por la minería de plata, el comercio transoceánico y las grandes haciendas agrícolas y ganaderas, mientras que las principales ciudades del virreinato, como México y Puebla, eran un hervidero en el que la convivencia cotidiana entre indígenas, africanos, mestizos, mulatos, europeos y criollos, todos con sus diferentes culturas y lenguas, hacía cada vez más notoria la diferencia entre aquella tierra y su metrópoli hispana. La Nueva España era, a principios del siglo XVII, un reino en busca de su propia identidad, y paradójicamente la encontró en su propio pasado y en la figura nada menos que de Hernán Cortés.

 

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Hernán Cortés: de la pena a la gloria