Hernán Cortés: de la pena a la gloria

Iván Escamilla González

Si bien Cortés murió con su título de marqués, nunca alcanzó el poder y riqueza con los que soñó al emprender la conquista de México-Tenochtitlan y luego edificar un gran reino. Su legado pasó a manos de sus hijos, quienes también tuvieron problemas con la Corona.

 

Cuenta el cronista Francisco Cervantes de Salazar que cuando Hernán Cortés era solo un joven y modesto colono en la isla caribeña de Santo Domingo, y tenía sueños de gloria en tardes somnolientas, dijo a sus amigos que algún día habría de comer como los príncipes de aquellos tiempos, deleitándose con música de trompetas, o de lo contrario, “morir ahorcado”. Muchos años después, mientras agonizaba acompañado solo por su hijo Martín y unos pocos servidores en una casa prestada en el pueblo de Castilleja de la Cuesta, Cortés debió pensar que de poco le había servido eludir la horca y alcanzar la gloria en 1521 con la conquista de México-Tenochtitlan pues la fortuna, veleidosa, le abandonaba definitivamente en sus últimos días.

Para entonces, su proyecto de un gran feudo con veintitrés mil vasallos en el Nuevo Mundo, el marquesado del valle de Oaxaca, se desvanecía a la par que la vida de su fundador, entre el escamoteo por Carlos V de las recompensas que había prometido a quien había puesto un inmenso reino a sus pies, el recuerdo amargo de su participación en la desastrosa expedición del emperador contra Argel, la suspensión de sus empresas de navegación y descubrimiento ordenada por el virrey Antonio de Mendoza, así como el sinnúmero de demandas con que los enemigos y los acreedores del conquistador extremeño le acosaron hasta el final de sus días.

Hernán Cortés, primer marqués del Valle, murió así el 2 de diciembre de 1547. Había extendido la última versión de su testamento unas semanas antes, y en él (cosa que por lo demás no era infrecuente en esa época) antepuso las disposiciones sobre el destino de sus propios restos a las que dictó para proveer por el bienestar de los vivos. Pidió ser enterrado en la parroquia que correspondiese al lugar de su fallecimiento, pero al mismo tiempo, abrumado por la nostalgia de la tierra en que había labrado su destino y a la que ya no podría regresar con vida, dejó provisto destinar ciertas rentas de su haber para la edificación y sostenimiento de un convento de monjas clarisas en la villa de Coyoacán que habría de servirle de sepulcro a él y a toda su familia, y a donde diez años después de su muerte habría de trasladarse su cuerpo.

Coyoacán formaba parte del marquesado del valle y sin duda resonaba con fuerza en su memoria por haber sido temporalmente el sitio de residencia de los conquistadores victoriosos y el asiento del primer gobierno de la Nueva España, mientras tenía lugar la reconstrucción de la destruida ciudad de Tenochtitlan. Cortés debió creer, según era lo usual entre los benefactores de conventos de monjas, que los rezos de las religiosas por el descanso de su fundador acortarían algo el tiempo que su alma, lastrada (como él mismo temía) por muchos pecados, tendría que pasar en el purgatorio.

 

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