Desde que se le ocurrió bajarse los pantalones mucho más allá de la cintura y atorárselos no en la cadera sino en el coxis, ponerse una playera dada a la tristeza de manga larga que alguna vez fue blanca y rematar con un paliacate rojo de esos que los “niños bien” usan para sonarse los mocos; desde que se colgó una hilacha y la llamó su gabardina y se hizo un barquito a modo de sombrero (como de papelerito, pero aquí era de fieltro), desde que a Mario Moreno se le ocurrió llamarse Cantinflas, los mexicanos nos pusimos a cantinflear conscientemente.
En enero de 1993, Cantinflas se volvió adjetivo y sustantivo con la aprobación de la Real Academia Española de los términos “cantinflas”, “cantinflear” y “cantinflada”. Se dio así nombre a una práctica ancestral de nuestro pueblo, que alcanza su cumbre en los discursos políticos: construir frases sin contenido alguno, sin sentido. Cantinflas se las apropió, al tiempo que se convertía en la quintaesencia de la picaresca. Émulo del peladito mexicano, se echó a la bolsa raída de su pantalón al pueblo entero. Al representarlo, lo rescataba. “Cantinflas es popular porque en cada esquina tenemos uno”, acostumbraba decir. En las carpas de los barrios pobres de la ciudad de México pronunciaba una retahíla de palabras que iban a dar a la nada, nunca una idea se concretaba, nunca tenían fin y, así, Cantinflas retrató a numerosos personajes: el cartero, el barrendero, el patrullero, el profesor, el torero, el gendarme, el político.
Como le dijo a Luis Suárez en una entrevista publicada en Siempre! en julio de 1961, una cosa es Cantinflas y otra Mario Alfonso Moreno Reyes. Este último nació en la ciudad de México el 12 de agosto de 1911, en la colonia Santa María La Redonda; fue bolero, militar, aprendiz de torero, taxista y boxeador.
No sólo el cine lo inmortalizó, Diego Rivera plasmó su figura en el centro del mural que pintó para el Teatro Insurgentes, inaugurado por el mismo Cantinflas en 1953, y Charles Chaplin lo llegó a considerar “el mejor cómico del mundo”. A lo largo de su carrera recibió numerosos premios y en 1987 el Ariel de Oro por su contribución al cine mexicano.
Sin proponérselo, Cantinflas llegó a convertirse en un símbolo de México: el peladito, el hombre del pueblo, el mexicanito pobre, el que se las arregla para sobrevivir, el que vino del campo a la ciudad y se fogueó en la lucha diaria, el que aparece en las caricaturas de los periódicos. Es un personaje eminentemente citadino; no se pudo haber dado sino en las calles de nuestra capital.
El cómico murió el 20 de abril de 1993 (antes de iniciarse los actos por el gran homenaje nacional que se planeó para ese año), a consecuencia de un cáncer pulmonar. Se hubiera asombrado al ver las multitudes que llegaron al Teatro Jorge Negrete y al Palacio de Bellas Artes, donde su ataúd cerrado permaneció tres días para dar oportunidad de que lo vieran los miles de admiradores formados en larguísimas filas que ni las lluvias torrenciales de esas fechas lograron disminuir. El adiós de los mexicanos al cómico de la gabardina fue un cortejo de lágrimas. “A’i está el detalle, chiquitos, nada más me voy, de mi cuerpo se encarga diosito”.
Esta publicación es un fragmento del artículo “Cantinflear” de la autora Elena Poniatowska Amor y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 37.
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