Desde su arribo a Nueva España, el virrey Mendoza se dio cuenta de los intereses que en esas regiones confrontaban a encomenderos, frailes y caciques, los tres sectores que detentaban una de las mayores riquezas del reino: la mano de obra y el tributo de los indios. Siguiendo el principio de que el buen gobierno consistía en administrar justicia, amparar al débil y mantener el orden, pactó con las tres fuerzas a partir de una visión jurídica de larga trayectoria medieval: las leyes generadas por la monarquía debían adaptarse a las condiciones regionales. De acuerdo con la política instaurada por la segunda Audiencia, el nuevo régimen virreinal necesitaba afianzar la colonización a partir de pactos con esos tres sectores.
Las relaciones más conflictivas se presentaban con los encomenderos, pues, de hecho, la instauración de funcionarios letrados se había dado para limitar el poder de los conquistadores, quienes explotaban sin restricciones ni remuneración la mano de obra y los tributos de los indios. Mendoza tuvo sus primeros enfrentamientos con Hernán Cortés, su principal opositor y detentador de un poder jurisdiccional muy autónomo en Oaxaca, pero el conquistador dejó de ser un problema cuando se fue a España en 1540. Con los otros encomenderos la situación también presentó tensiones, ocasionadas por los intentos del virrey por regular el tributo excesivo y los trabajos que los indios debían realizar. El descontento aumentó cuando la Corona emitió disposiciones en las cuales se encargaba a los obispos la tasación de los tributos y la vigilancia del buen trato a los indios.
Con el fin de evitar un levantamiento, Mendoza distribuyó pensiones y cargos entre algunos de los conquistadores arruinados, e incluso a varios se les designó como corregidores. En cambio, tuvo fuertes enfrentamientos con el cabildo de la Ciudad de México, institución controlada por los encomenderos más poderosos. El virrey les quitó algunos privilegios que les había concedido Cortés, como beneficiarse de los tributos de los pueblos comarcanos, los cuales, salvo Iztapalapa, fueron reasignados a otros encomenderos.
El respaldo indígena
Para hacer frente a la oposición de ese grupo privilegiado, Mendoza se apoyó en los otros dos sectores que controlaban la riqueza material y humana de la Nueva España: los señores indígenas y los eclesiásticos. Los primeros, denominados a partir de una real cédula de 1538 con los nombres de “caciques y principales”, ya habían sido integrados en el aparato estatal por Hernán Cortés y las audiencias gobernadoras. Cuando Mendoza inició su mandato, muchos de los señores que ocupaban dichos cargos estaban ya asimilados al sistema español y la mayor parte era bilingüe; todos se habían educado con los religiosos y conocían el contexto jurídico y las prácticas legales del aparato imperial. De hecho, una de las más importantes aportaciones del virrey Mendoza fue ocuparlos en la adaptación de las organizaciones comunales nativas a las instituciones españolas.
La nobleza indígena jugó así un importante papel en el proyecto económico y religioso del virrey, pues no sólo era la intermediaria entre el poder central y las comunidades para abastecer de bastimentos, mano de obra y tributo a los españoles, sino también porque funcionaban como intérpretes y colaboradores indispensables de los frailes para la evangelización. Frente a la indiferencia por entender la compleja organización indígena por parte del cabildo español de la capital, el virrey y los religiosos reconocieron muy pronto la importancia que tenían sus divisiones y estructuras comunales.
Entre 1537 y 1543 Mendoza hizo los primeros nombramientos de dignatarios indígenas, alguaciles, alcaldes, ordenanzas y jueces de comisión. En 1538 nombró a Diego Alvarado Huanitzin, nieto del huey tlatoani Axayácatl, como gobernador de Tenochtitlan, regresando al linaje nobiliario mexica al poder del que habían sido despojados por Cortés. El virrey apoyó también los nombramientos de la antigua nobleza para gobernar en Tlatelolco, Texcoco y Tacuba.
En 1537 fundó la “Orden de los Caballeros Tecles”, con lo cual se intentaba restaurar el sistema ritual prehispánico para acceder al rango de tecuhtli (gobernante). Con esto, y con la inserción de los indígenas “principales” dentro del sistema nobiliario español, se les constituía como leales vasallos, lo cual les confería ciertas obligaciones y privilegios. Así, junto con el deber de denunciar cualquier acto de idolatría, se les otorgaban los atributos exclusivos de la nobleza: usar el apelativo de “don”, montar a caballo, vestirse a la española y portar armas. El sucesor de Huanitzin como gobernador de Tenochtitlan, Diego de San Francisco Tehuetzquititzin, acompañó al virrey dirigiendo los contingentes mexicas durante la guerra para someter a los chichimecas del Mixtón en 1541. Por sus servicios a la Corona, don Diego recibió de Carlos V un escudo de armas y rentas en Mixquic y Chalco.
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