Elvia Carrillo Puerto

Pilar del feminismo, el sufragismo y la lucha social en México

Ricardo Lugo Viñas

 

Elvia Carrillo Puerto fue una mujer de vanguardia que desde muy joven se preocupó por educarse y defender su derecho a vivir en libertad e igualdad. Esa conciencia la compartió con otras mujeres, y así nació su valiente e incansable compromiso por vindicar la plenitud de los derechos de las mujeres, lo que la convirtió en una luchadora del feminismo, la democracia y el sufragismo. Su activismo social y su figura, como el de muchas otras pioneras de la lucha feminista, se ha visto ensombrecido u olvidado. Este texto es una tentativa por revisitar aspectos de su vida y repensar la importancia de su legado, colmado de momentos estelares para la historia nacional, pero también de atroces injusticias y adversidades.

En el número 8 de la avenida Ribera de San Cosme, en la Ciudad de México, se levantaba un edificio de magros departamentos de rentas congeladas. En uno de ellos habitaba una venerable mujer de manos arrugadas, rostro hermoso y aspecto monástico que, pese a encontrarse enferma y prácticamente ciega, aún prodigaba vivacidad e ímpetu, como en sus prístinos y ajetreados tiempos de juventud. Vivía en compañía de un perro trilingüe que acataba las órdenes de su octogenaria dueña lo mismo en español, inglés y maya.

Se llamaba Elvia. Elvia Carrillo Puerto. Acababa de cumplir 84 años y vivía rayando la pobreza. Y es que, a causa de la tenaz actividad política que ejerció a lo largo de su vida, fue víctima de múltiples episodios de violencia política y de género, lo que a la postre la privó del derecho a una pensión. Y aunque en junio de 1952 –13 años atrás– el presidente Miguel Alemán le había otorgado la alta Condecoración al Mérito Revolucionario (“por dedicar su vida a ganar el sufragio femenino y a velar por la igualdad y los derechos de las mujeres”), dicha distinción no mejoró en nada sus finanzas o su seguridad social.

Así pues, de no ser por el apoyo y la solidaridad del racimo de mujeres que eran sus compañeras socialistas-feministas –que la visitaban casi a diario en su desvaído y descascarado departamento de la Ribera de San Cosme– aquella mujer de edad provecta, apodada cariñosamente por sus compañeras como “la Monja Roja del Mayab”, no habría podido sobrellevar los escollos de sus últimos años con entereza y buen ánimo.

 

La máquina y la biblioteca
Todas las tardes, luego de salir del Liceo de Niñas, la pequeña Elvia Carrillo caminaba bajo la sombra rumorosa de las ceibas rumbo a su casa, en el corazón de la ciudad, frente a la plaza principal de Motul, a un costado del mercado. Al llegar, atravesaba el enflorecido jardín tapizado de hojarasca del frondoso Chaká y se dirigía a la parte frontal de la casa (que hoy alberga el Museo y Biblioteca Felipe Carrillo Puerto), donde su padre, Justiniano Carrillo, había abierto una próspera ferretería y un pacato billar. Pero de entre las herramientas, clavos, cerraduras y materiales de construcción que proliferaban en el negocio familiar, a la niña Elvia un objeto llamaba poderosamente su atención: la máquina de escribir de su padre. Sucede que el patriarca de la familia Carrillo Puerto, en los tiempos libres que le dejaba su establecimiento ferretero, editaba y escribía –en aquella máquina– El Correo, un ocasional libelo que difundía la propaganda política del general Francisco Cantón quien, por eso  años (entre 1897 y 1898), buscaba ser gobernador de Yucatán.

A Elvia, que a la sazón contaba con 16 años, le maravillaba ver a su padre escribir en ese artefacto. Sentía en la piel el incesante traquetear de teclas, le estremecía el retintín del retorno el carro, gozaba con el crujir del papel que se liberaba del rodillo… Don Justiniano, que siempre procuró la mejor educación para sus hijos, entrenó a Elvia en el arte de la mecanografía. Y también en la taquigrafía, para que además pudiera tomar dictados. Aquello resultó benéfico para ambos, porque tras el cantado triunfo del general Cantón como gobernador del estado don Justiniano fue nombrado jefe político de Motul y, entonces, su hija Elvia lo apoyaría, con la susodicha máquina, a escribir discursos, documentos y en las tareas de edición de El Correo.

Aquella época –entre sus 16 y 19 años– fue para Elvia un periodo de felicidad y grandes aprendizajes. Ya había abandonado el Liceo, así que apoyaba al negocio familiar, escribía para su padre y por las tardes frecuentaba, e compañía de su hermano mayor, Felipe –que años más tarde será gobernador de Yucatán–, al sacerdote de la iglesia de Motul, el catalán Serafín García, un religioso poco ortodoxo dueño de un tesoro aún menos ortodoxo: una magra biblioteca con autores como Rousseau, Voltaire, Marx, Engels…

Tanto para Elvia como para su hermano Felipe, la biblioteca del padre Serafín será en sus vidas una revelación; un semillero de creatividad y pensamiento. Con el padre, además de compartir el gusto y el ejercicio de la música (Elvia tocaba la flauta, Felipe el clarinete) mantenían una suerte de círculo de estudio. Por las tardes, juntos ambos, Elvia y Felipe, leían en dicha biblioteca –bajo la tutela del padre Serafín– a escritores como Charles Fourier, precursor del cooperativismo; Henri de Saint-Simon, filósofo y economista socialista; Piotr Kropotkin, teórico del anarquismo; Pierre-Joseph Proudhon, padre del mutualismo, entre otros.

Así pues, a la luz de aquellas corrientes de pensamiento, debatían y reflexionaban sobre las problemáticas y las realidades propias de su tierra y su circunstancia: las condiciones de semiesclavitud a las que eran sometidos los trabajadores y peones de las haciendas henequeneras, en su mayoría indios mayas, analfabetas; la explotación sexual, el alcoholismo, los abusos y el enriquecimiento por parte de la que, años más tarde, será bautizada por el gobernador Salvador Alvarado como “la casta divina”: los oligarcas henequeneros de Yucatán.

Desde entonces, Elvia y su hermano Felipe se volverán afines e inseparables. Aún no lo saben, pero el destino les tiene preparado protagonizar momentos estelares de la historia nacional.

La libérrima maestra Elvia
Elvia nació en “la perla de la costa yucateca”, actualmente Motul de Carrillo Puerto y para entonces centro neurálgico de la economía peninsular, el henequén, en el crepúsculo del siglo XIX: el 30 de enero de 1881. Creció en una numerosa y prominente familia yucateca. Fue la sexta hija, de 14 hermanos. Su padre: Justiniano Carrillo. Su madre: Adela Puerto.

Cuando cumplió 19 años, en el albor del siglo XX, Elvia era una joven alta de rostro hermoso, delgada como un junco, profundamente bella y de un corazón límpido. Pero además era una mujer de talentos, avezada en la lectura y la escritura, como se dijo, que se preocupaba por las injusticias y desigualdades que padecían los obreros y campesinos de Yucatán.

Sin embargo, de acuerdo con la costumbre de la época, Elvia tuvo que dejar de lado sus intereses políticos y se matrimonió con el comerciante Vicente Pérez Mendiburu, nueve años mayor que ella, el 25 de octubre de 1900. Vivieron once años juntos, que no fueron precisamente los más felices en la vida de Elvia, a juzgar por los múltiples testimonios existentes. Procrearon dos hijos: Marcial y Gloria. Marcial se mantuvo cercano a Elvia hasta su muerte. Gloria sólo sobrevivió tres días.

En febrero de 1912 su esposo Vicente promovió un juicio de divorcio en su contra, aduciendo, entre otras cosas “la desobediencia, el despecho y la fiereza” de Elvia. Por su parte, Carrillo Puerto contrademandó a su esposo, a quien acusó de que “desde hace diez meses diariamente me injuria, ultraja y amenaza con sacarme a la calle”.

En sus años de casada con Mendiburu, Elvia se dedicó, además de criar a su hijo, a impartir clases a los hijos de los obreros y campesinos de la ciudad de Motul, a los que instruía lo mismo en maya que en español, idiomas que Elvia dominaba a la perfección. Iba de aquí para allá, enseñando y conociendo las difíciles realidades de los padres de sus alumnos. Como maestra era libérrima, tenaz, alegre…

La Siempreviva
Fue gracias a su actividad como maestra de escuela, aunado a la opresión de su matrimonio, a sus lecturas previas con el padre Serafín, así como a sus inquietudes intelectuales y su carácter de autodidacta, lo que acercó a Elvia a las corrientes feministas de pensamiento. Por esa época, conoció –gracias a la maestra y enfermera Rosa Torres, quien será la primera regidora electa del ayuntamiento de Mérida, en 1923– a una figura nodal de la historia del feminismo, la educación y los derechos civiles de las mujeres en México: la maestra Rita Cetina Gutiérrez, para entonces directora del Instituto Literario para Niñas de Yucatán.

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