De acuerdo con el reglamento entonces vigente, el tercer partido de la final de la Copa Interamericana de 1978 fue por el desempate, pues cada equipo había ganado un partido: Boca en Argentina por 3 a 0, y América en casa por 1 a 0.
Creada en 1969, la Copa Interamericana fue la gran oportunidad para mostrar en el terreno de juego lo que antes era mera especulación o habladuría: el nivel futbolístico del norte y del sur de nuestro continente (véase Relatos e Historias en México, núm. 122, octubre de 2018).
Para 1978 la cosa estaba muy clara. Los sudamericanos no habían perdido ni una sola de estas competencias con visita recíproca, ni en los noventa minutos de juego ni improvisando un tercer partido para desempatar o por ronda de penales.
Con ello en mente, el fantasma de la derrota amenazó constantemente al América la noche del 14 de abril de 1978, cuando este equipo mexicano y el argentino Boca Juniors disputaron el juego definitivo de esa edición. Simplemente no había buenos augurios. El multitudinario estadio Azteca tenía más tribunas vacías que llenas, aunado a que apenas corría el minuto cinco y las Águilas ya perdían.
Pero sin caer en pesimismo y aprovechando las condiciones de local como la altura y el clima, el equipo nacional comenzó a jugar muy bien, empatando en el primer tiempo con un metrallazo de José de Jesús el Güero Aceves que casi parte el poste antes de tocar la red.
Las condiciones estaban dadas para finiquitar de una vez por todas al equipo de Buenos Aires, pero el gol se negó una y otra vez. El cancerbero de Boca, Hugo Orlando el Loco Gatti hacía honor a su apodo y controlaba cada balón que le enviaban, por más complejo que fuese. Así terminó el tiempo regular.
Apenas una charla de unos minutos y a correr de nuevo en los tiempos extras Gatti continuaba en plan grande. Las extrañas reglas de la época indicaban que Argentina se llevaría la copa con ese empate. Y ahí fue cuando Boca cometió el error de la noche: una falta al borde del área chica. Sin remordimiento, el árbitro indicó que sería la última jugada. Se cobraba y se acababa.
En esos momentos el héroe apareció: el Maestro, Carlos Reinoso, frotó el balón con sus manos, lo acomodó en el césped y sabrá Dios si a él se encomendó, pero de manera perfecta le dio tal patada al esférico que superó la barrera y dejó al Loco completamente estático.
La esférica se arrullaba en la malla mientras los americanistas celebraban eufóricamente. El fantasma sudamericano había sido derrotado.
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