El periplo de una mano engarrotada

Ricardo Lugo Viñas

El general Francisco Serrano entra a un burdel. Trae consigo una curiosa y tétrica reliquia contenida en un frasco de formol: la mano que Álvaro Obregón perdió en 1915 en Guanajuato, a causa de un granadazo villista…

 

Al general Francisco R. Serrano lo mataron, a traición, en la carretera que conecta a la Ciudad de México con Cuernavaca, Morelos, a la altura de Huitzilac, la víspera del día de su santo, el 3 de octubre de 1927. Su cadáver, enlodado y agujereado por los impactos de los rifles, fue llevado por la noche al Castillo de Chapultepec ante quien se dice, ordenó su martirio: Álvaro Obregón. “Pobre Pancho –dijo el caudillo, mientras acariciaba maquinalmente los aplacados cabellos de su otrora amigo que yacía en el suelo tieso y deformado–, mira nada más qué feo te dejaron. Pero eso sí, no negarás que te di tu cuelga de San Francisco”.

De acuerdo con el historiador Pedro Castro, casi una década antes el general Serrano entra a un burdel. Trae consigo una curiosa y tétrica reliquia contenida en un frasco de formol: la mano que Álvaro Obregón perdió en 1915 en Guanajuato, a causa de un granadazo villista. Pancho toma asiento en un privado. Pide coñac, cervezas y la dulce compañía de unas meretrices. Al centro de la mesa, entre botellas que van vaciándose, aquel frasco de formol dejaba ver la amarillenta mano engarrotada del prócer, que flotaba dentro, como si fuera un viscoso y ovillado gusano de maguey o un regordete feto nonato errante.

De alguna manera, Serrano había conseguido que el médico que resguardaba aquella mano “caída” en combate se la entregara, “para conservarla como un recuerdo” de las gestas heroicas que había compartido con su amigo Obregón. Pasadas unas horas, ya encandilado por el tropel de los coñaques lanzó un sentido discurso, en tono fanfarrón, a las perfumadas gamberras de mesa. Él hacía de político; ellas de público. Siguió la juerga, aunque en los ojos de algunas meretrices se encendió la codicia hacia aquel frasco digno de un museo de embriología. Pancho Serrano y Obregón habían sido buenos amigos. Fue él quien le impidió a Obregón suicidarse cuando aquella granada le destrozó el brazo. Pero cuando manifestó su intención de competir por la presidencia de la República en las mismas elecciones en las que Obregón buscaba reelegirse, el rompimiento fue atroz.

Aquella noche de burdel y parranda, Serrano terminó “hasta las manitas” y extravió el codiciado frasco en el que flotaba la deshebrada mano del que en ese momento era presidente de la República. Parece que las meretrices lo hurtaron.

Pasaron varios años sin saber el paradero del acuoso vestigio. A Álvaro Obregón lo asesinaron en 1928, mientras comía frijolitos en el restaurante La Bombilla. Antes de 1935 apareció la mano. La halló el médico de Obregón, el doctor Enrique Osornio. Era exhibida como fetiche en un burdel de la avenida Insurgentes. Osornio la adquirió y se la entregó a uno de los “herederos” de Obregón, Aarón Sáenz. En julio de 1935 –¡veinte años después de que perdiera la mano!– se inauguró un monumento al héroe de la Batalla de Celaya, en el mismo sitio donde lo ultimaron. El arquitecto consideró un nicho para mostrar la necrófila reliquia, para el morbo y el espectáculo del respetable. Aquel día, Sáenz y Osornio bajaron de un auto con el frasco envuelto en una bolsa de papel y lo depositaron en su egregio refugio. Obregón vivió 48 años; su mano estuvo entre los hombres 109. En 1989 fue incinerada y llevada a Huatabampo, Sonora, donde está sepultado el último de los caudillos. Como fragmentos a su imán, aquella mano finalmente se reencontró con su cuerpo.

 

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