El nacimiento de la globalización

Arnulfo Herrera

La obra aborda la biografía de Tecuichpo, llamada después Isabel Moctezuma, la hija del gran tlatoani que permitió la entrada a Tenochtitlan de Hernán Cortés. Fue viuda de Cuauhtémoc y una matrona cuya descendencia promovió la fundación de conventos y formó importantes familias de la nobleza criolla que colonizaron el norte de Nueva España.

 

Empezaré comentando que Caminos sin fronteras es un libro cuyo fondo escénico de base está en la Nueva España, aunque su tema compete a la historia universal y, por su impecable escritura, la copia de sus noticias y la novedosa forma de presentar los contenidos, es realmente uno de los textos más gratificantes que he tenido oportunidad de leer.

Está compuesto por catorce biografías de personajes inscritos en la leyenda, como los Carvajal, recalcitrantes judíos torturados y quemados por la Inquisición; el negro Estebanico que acompañó a Álvar Núñez Cabeza de Vaca en su dilatadísima expedición; Catalina-Antonio de Herauzo, la legendaria monja alférez que tanto impresionó a los hombres de su tiempo por su heroica androginia y que ha dado material para muchas extraviadas historias; Catalina de San Juan, la “china poblana”, un caso raro de sobrevivencia a quien los jesuitas quisieron introducir en el arduo camino de la beatificación, pero chocaron con el muro del Santo Oficio; el malhadado aventurero puertorriqueño Alonso Ramírez, cuya biografía promovió el virrey conde de Galve para que la escribiera Carlos de Sigüenza y Góngora; el dominico inglés Thomas Gage, quien abjuró de su filiación religiosa y terminó como ministro calvinista en la convulsa era de Cromwell, cuando escribió su hispanofóbica y anticatólica crónica que abonó notablemente a la leyenda negra en favor de Inglaterra.

El libro también recoge la biografía de otros personajes menos legendarios, pero tan históricos como estos que mencionamos. Comienza con la vida de Isabel Moctezuma, la hija del gran tlatoani que permitió la entrada a Tenochtitlan de Hernán Cortés quien, a la cabeza de un mixto contingente bélico, traía la desgracia y la muerte del pueblo mexica. Tecuichpo era su nombre; fue viuda de Cuauhtémoc y de tres militares españoles; tuvo una hija del capitán Cortés y seis hijos más de sus últimos dos maridos. Representaba a la nueva nobleza indígena, por lo cual recibió una encomienda en reconocimiento de los servicios prestados al emperador Carlos V. Como es de suponerse, era cristiana devota y estaba totalmente asimilada a la vida castellana. Murió con apenas cuarenta y un años y, desde su aparente pasividad, esta princesa fue realmente una matrona cuya descendencia promovió la fundación de conventos y formó importantes familias de la nobleza criolla que colonizaron el norte de México. Pero lo más importante es que le tocó presenciar las transformaciones de su mundo y de alguna forma colaborar en los cambios. Dice Antonio Rubial:

 

“su linaje se equiparó al de la nobleza española, lo cual propició que varios conquistadores la buscaran como consorte para ascender socialmente […] Durante treinta años fue testigo de los trabajos de los misioneros, fundando poblados y organizando la vida de las comunidades alrededor de las iglesias cristianas. También dio cuenta de cómo los recién llegados impusieron sus formas de gobierno, explotaron los recursos naturales y humanos e implantaron sus valores, sus prácticas y creencias religiosas. Pudo constatar, finalmente, cómo los pueblos sometidos por la conquista se transformaron en todos los aspectos de la vida cotidiana, pero también cómo conservaron muchos elementos heredados de sus antepasados, como su lengua y muchas de sus costumbres.

Isabel presenció la emigración de numerosos indios hacia la ciudad fundada por los españoles […] y pudo vivir en carne propia las consecuencias del mestizaje producido por esa intensa convivencia. Fue también testigo de las epidemias que diezmaron a las poblaciones nativas y que se llevaron a muchos de sus familiares. Ella estuvo igualmente presente cuando arribaron a Nueva España provenientes de otro lugar llamado África, del otro lado del mar, más hombres y mujeres de tez muy oscura y cabello hirsuto en calidad de esclavos. [p. 28-29]”.

 

Más allá de lo que cuenta, la cita nos permite entrever el propósito del autor con estas biografías, espléndida y certeramente documentadas. Porque no es un libro conformado con el relato biográfico de personajes notables a la manera que Joaquín García Icazbalceta escribió y compiló sus variopintos trabajos (eruditos sí, pero reunidos sin un hilo conductor central), o a la manera en que Gabriel Méndez Plancarte reunió las antologías de los humanistas mexicanos de los siglos XVI y XVIII; ni se parece a las intenciones de carácter costumbrista que animaron los escritos de Luis González Obregón o Artemio de Valle-Arizpe. La filiación de Caminos sin fronteras es imposible porque no tiene antecedentes ni en la práctica de la literatura ni en la escritura de la historia.

Antonio Rubial construye con este libro la historia de un momento crucial en el nacimiento de la edad moderna, justo en el punto que él llama “la era global”. Con el fragmento citado concluye la biografía de Tecuichpo Isabel Moctezuma, y al repasar lo que, seguramente sin entenderlo, vieron los ojos de esta superviviente de la nobleza mexica, Rubial da cuenta de los elementos que formaron al nuevo país después de la conquista: la transformación de los pueblos sometidos, la imposición de una forma de gobierno con sus numerosas instituciones y su burocracia, la explotación de los recursos naturales y humanos, el trabajo de los religiosos misioneros que adoctrinaron a los indios y fundaron y organizaron a sus pueblos, la emigración de los naturales a las ciudades, el mestizaje, la llegada de los esclavos africanos, las epidemias que menoscabaron a la población, etcétera. Se dice fácil, pero las versiones oficiales de la historia, aun teniendo frente a sus ojos los mismos elementos que contempló Tecuichpo Isabel, no han aterrizado la idea de una Europa que se expandía en el siglo XVI imponiendo sus formas de vida y sus intereses por encima de cualquier resistencia local, y todavía muy lejos de configurar un nacionalismo capaz de contener el torbellino que arrasó con las civilizaciones prehispánicas.

No basta con describir este maremoto. Biografías como la de Miguel Caldera, un verdadero héroe de la colonización española en las fronteras septentrionales, le sirven a Rubial para hacer la historia detallada de los trabajos pacificadores, bélicos y diplomáticos, que permitieron la instauración de la minería. Caldera representa los esfuerzos de los hombres que vislumbraron lo que no pudo ver la mayoría de sus ambiciosos contemporáneos dedicados únicamente a la extracción de los minerales. Pero no solo se sirve de esta biografía para contarnos las vicisitudes de un hombre excepcional, sino para señalarnos la trascendencia de sus gestiones:

 

“Desde el Bajío, a lo largo de los siguientes doscientos años, se llevaría a cabo la colonización de las fronteras de Nueva España, siendo el principal motor de ella la explotación de los yacimientos argentíferos. Los metales extraídos de las minas novohispanas y peruanas llegarían a Europa e impulsarían una economía que terminaría por dominar sobre todo el planeta. [p. 22]”

 

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