El mundo raro de José Alfredo Jiménez

Ricardo Lugo-Viñas

A los 47 años murió el antihéroe de la canción, a quien nada le importaba el prestigio social y que, como pocos, conoció la sonoridad de la palabra.

 

El José Alfredo Jiménez Sandoval que nació en el insurgente pueblo de Dolores Hidalgo en 1926; el que de muy niño, a causa de una terrible desgracia, pisó las asfaltadas calles de la Ciudad de México; el que vendía zapatos de casa en casa; el que por las tardes y noches limpiaba platos y atendía mesas de cantinas; el que por las mañanas jugaba futbol en el barrio con amigos que años después llegarían a ser profesionales, como la Tota Carbajal, Horacio Casarín o el Potrillo Jiménez; al que a veces, entre servicio y servicio, lo dejaban entonar una que otra canción suya; el gran bebedor que supo encontrar en el alcohol belleza, podredumbre e inspiración; el camarada de barrio a quien sus amigos apodaban Fello; el del mundo raro; el poeta de las cantinas; la institución de instituciones, diría Carlos Monsiváis; el que siguió siendo el Rey de la música ranchera, aun sin tener muchas nociones musicales.

 

El Hijo del Pueblo 

José Alfredo pocas veces frecuentó el campo y no conoció el mar; sin embargo, escribió canciones marinas y campiranas. Además, era dueño de la calle, del México bronco, de los pleitos de cantina, de la errancia, de las cuentas por pagar por los mismos errores y los mismos amores, de la pobreza y lo marginal. El “antihéroe” de la canción, lo llamó el escritor Carlos Monsiváis. Al que nada le importó el prestigio social y que provenía de la humilde clandestinidad, de los de abajo. En su canción El hijo del pueblo narra parte de su ideario vital:

 

Es mi orgullo haber nacido

en el barrio más humilde,

alejado del bullicio


de la falsa sociedad.

 

Yo no tuve la desgracia


de no ser hijo del pueblo,

yo me cuento entre la gente

que no tiene falsedad.

 

Es en ese tipo de canciones donde José Alfredo se encuentra con un pueblo mexicano que ha sido denigrado, confinado, vencido; copado de amor, pero también de tristeza. A la vez refleja el mundo de la parranda, la fiesta de dolencia y quebranto. Entre lágrimas, alcohol y vehemencia, las canciones josealfredianas son una parte del México profundo.

El Hijo del Pueblo se convirtió rápidamente en un ícono. Sonaba –y suena aún– constantemente en la radio y alternó con los artistas más populares de la época. Al mismo tiempo, José Alfredo no dejaba de componer, como si una fuerza mayor lo obligara a volcarse a ello de forma constante. Dicen que escribió más de doscientas canciones y todas siempre iban acompañadas de alguna novedad.

La industria del espectáculo de los años cincuenta del siglo XX abonó a la popularidad del cantautor que, después de Agustín Lara –quien declaró por aquellos años: “¡Ah, por fin alguien que me puede hacer sombra!”–, se convirtió en el más grande artista de música popular mexicana. Y sin embargo no encontramos alguna declaración donde José Alfredo se ufane de sus logros. Siempre prefería hablar del pueblo que, según él, le otorgaba los “dones”.

 

Las canciones de José Alfredo 

Autor de alrededor de doscientas piezas, su gran amiga Chavela Vargas solía decir que José Alfredo era adicto a la escritura de sus canciones, más que al alcohol; sin embargo, para componer necesitaba de inspiración, y el alcohol le permitía tocar esas cimas de la creación. Aquí algunas obras emblemáticas del Rey de la Canción Ranchera:

 

Si nos dejan

El Rey


Paloma querida (para su esposa Paloma Gálvez)


Amanecí en tus brazos (para Lucha Villa)

En el último trago


Ella (María Félix aseguraba que estaba dedicada a ella)


Que te vaya bonito


El hijo del pueblo


Un mundo raro


Serenata huasteca


Camino de Guanajuato


Tú y las nubes


Muy despacito 

 

Esta publicación es un fragmento del artículo “El mundo raro de José Alfredo Jiménez” del autor Ricardo Lugo-Viñas y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 92.

 

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