El hundimiento del “Santísima Trinidad”, símbolo del fin del dominio marítimo español

Luis A. Salmerón

En 1805 cayó el más grande navío de guerra de su tiempo. Con él se iba una época en la que España dominó los mares del mundo. Apenas tres años después vendría la invasión napoleónica a la península, así como el inicio de los procesos independentistas y el desgajamiento de sus colonias en América.

 

 

Con su navío desarbolado por completo, lo que lo hacía ingobernable, haciendo agua por los múltiples boquetes provocados por el intenso fuego enemigo, con la mayor parte de sus 140 cañones silenciados, con aproximadamente doscientos hombres muertos y cien heridos en sus tres cubiertas, los tripulantes del español Santísima Trinidad decidieron finalmente arriar la bandera y rendirse a las cuatro de la tarde del 21 de octubre de 1805, después de enfrentar a siete navíos ingleses en la célebre batalla de Trafalgar, donde esas potencias europeas, principalmente, se disputaron el control del mar a principios del siglo XIX.

 

Tres días después, el imponente barco se iba a pique a unas cuantas millas al sur del puerto de Cádiz, mientras era remolcado como trofeo de guerra por barcos ingleses rumbo a Gibraltar.

 

El último símbolo del imperio

 

En la segunda mitad del siglo XVIII, el control de los mares por España, el más vasto imperio transoceánico de la historia, llegaba a su fin. El cambio en el equilibrio del poderío naval fue evidente durante la llamada Guerra de los Siete Años, una serie de conflictos librados entre 1756 y 1763 que involucraron a la mayoría de las potencias europeas de la época y a algunas de sus colonias en América y Asia. Durante estos episodios, la imponente armada española fue incapaz de defender uno de sus principales puertos americanos cuando en agosto de 1762 la flota inglesa atacó y tomó La Habana, lo que provocó la caída de la isla de Cuba en manos de los invasores, quienes la ocuparon durante once meses y sólo la desalojaron cuando las dos potencias acordaron que España cedería una buena parte de Florida a Inglaterra, a cambio de que estos últimos le regresaran la importante isla caribeña.

 

Tras esa guerra, en octubre de 1769 fue botado al mar el navío de línea Nuestra Señora de la Santísima Trinidad, o Santísima Trinidad a secas, como era llamado. Fue construido en los astilleros de La Habana, los únicos del imperio español con capacidad suficiente para un proyecto de esa envergadura. Utilizados entre los siglos XVII y XIX, los navíos de línea eran buques de guerra con tres palos, con aparejos de velas cuadradas y dos o tres cubiertas artilladas con entre 60 y 120 cañones.

 

El Santísima Trinidad, apodado el Escorial de los Mares, fue el mayor navío de guerra construido en su época. Con dimensiones impresionantes, su objetivo era devolver a España la hegemonía sobre los mares. Después de ser probado en altamar, se corrigieron varios detalles de su diseño en los astilleros de Ferrol y Cádiz; entre ellos la construcción del cuarto puente o cubierta, alcanzando su tamaño final con 63.36 metros de eslora (longitud desde la popa hasta la proa), 54.02 de quilla (parte inferior donde se apoya todo el armazón); 16.67 de manga (máxima medida transversal de estribor a babor), y cuatro cubiertas o puentes, artillados con 120 cañones aumentados a 136 en 1803, a lo que se agregaron cuatro obuses más poco antes de la batalla de Trafalgar, lo que lo dotaba con 140 imponentes bocas de fuego. El costo de su construcción ascendió a 40 000 ducados españoles y para su armado se utilizaron maderas preciosas cubanas, como caoba, júcaro y caguairán. El nuevo coloso fue dotado con 1 096 hombres entre tripulación, guarnición, oficiales y servidumbre.

 

Una difícil existencia

 

El nuevo símbolo del poderío naval español surcó los mares con tantos problemas como el imperio que pretendía defender. Desde el principio tuvo problemas de estabilidad que nunca pudieron ser solucionados: con vientos contrarios escoraba demasiado, es decir, se inclinaba sobre un costado, incluso la primera batería del puente de sotavento llegaba a quedar por debajo del agua, haciéndola inservible. Además, sus grandes dimensiones requerían una dotación mayor de tripulantes experimentados de la que podía disponer la armada española para un solo navío, lo que volvía al Santísima Trinidad más lento en las maniobras.

 

Por otra parte, la guarnición militar con que estaba dotado carecía también de la experiencia y coordinación necesarias para hacer funcionar una maquinaria de guerra tan impresionante; baste decir que algunos de sus soldados dispararon sus cañones por primera vez en la fatídica jornada de Trafalgar. El Santísima Trinidad era el reflejo perfecto de la España de su época: pretendía ser la potencia de antaño, pero simplemente no podía con la expansionista Francia napoleónica por un lado y el gran desarrollo naval del Reino Unido por el otro.

 

A pesar de todos sus problemas, el poder de fuego del Escorial de los Mares no podía ser tomado a la ligera; así, navegó por los océanos del imperio amedrentando con su inmensa mole a más de un enemigo. En 1779 España declaró la guerra a Gran Bretaña para apoyar a las colonias de ésta en sus esfuerzos independentistas. Durante este conflicto, el Santísima Trinidad fue el buque insignia de la flota ibérica y operó en el canal de la Mancha. En 1780 obtuvo su principal victoria al participar en la captura de un convoy de 55 buques ingleses de aprovisionamiento cerca de las islas Azores.

 

En 1782 fue mandado a operar en las aguas del mar Mediterráneo, donde participó en la batalla del cabo Espartel, en las cercanías de Gibraltar. En 1797 volvió a medir fuerzas contra las naves inglesas en la batalla del cabo San Vicente, donde la escuadra anglosajona, con desventaja numérica pero el viento a favor, derrotó a las naves españolas, capturó a cuatro embarcaciones y desarboló al Santísima Trinidad, que sólo se libró de ser presa del enemigo por la intervención del navío Infante Don Pelayo, el cual se interpuso en la línea de fuego del adversario y lo salvó cuando ya había arriado su bandera.

 

El fin de una era

 

La última batalla del Santísima Trinidad fue la de Trafalgar, donde los españoles y sus aliados franceses sumaban 33 navíos de línea, cinco fragatas y dos bergantines; por su parte, los ingleses contaban con veintisiete de los primeros, cuatro de las segundas y dos barcos de menor envergadura, además de tener el viento a favor y al almirante Horatio Nelson, quien planteó una estrategia de ataque en dos columnas contra la inmensa línea de batalla de la escuadra combinada. A ello se sumó la poca capacidad de reacción del vicealmirante francés Pierre Charles Silvestre de Villeneuve, comandante de la flota aliada, por lo que la columna franco-española fue destrozada y algunos de sus barcos más grandes y difíciles de maniobrar fueron aislados.

 

A las seis y media de la tarde concluyó el combate que había iniciado poco antes del mediodía. El desastre fue total: los españoles y franceses perdieron veintidós navíos entre hundidos y capturados; los ingleses ni uno solo. Entre los capturados se encontraba el Santísima Trinidad, el cual enfrentó a los navíos ingleses HMS Temerarie, HMS Victory, HMS Neptune, HMS Leviathan, HMS Conqueror, HMS Africa y HMS Prince.

 

A bordo del Escorial de los Mares, el jefe de escuadra Baltasar Hidalgo de Cisneros y el capitán Francisco Javier de Uriarte y Borja, convencidos del desastre, ordenaron vender cara la derrota del coloso español al sostener el fuego hasta las últimas consecuencias y convertir al gran navío en una furiosa pero inofensiva masa que escupió plomo hasta que sus tripulantes no pudieron soportar más el castigo y tuvieron que rendirse, dejando en sus cubiertas cientos de compañeros muertos, una cantidad ingente para un combate naval en esa época.

 

Pese a todo, para los británicos la aplastante victoria tuvo un sabor amargo: Nelson, su gran almirante, fue herido de muerte mientras cortaba la línea de combate a bordo de su HMS Victory.

 

Derrotado, el Santísima Trinidad fue remolcado por las fragatas inglesas HMS Naiad y HMS Phoebe con rumbo a Gibraltar. Ningún otro barco fue sometido a tanto castigo durante la batalla y el temporal que sacudió los mares al día siguiente resultó demasiado para el gran navío, que terminó hundiéndose en el camino.

 

El último símbolo del poderío español en los mares, la mayor arma de guerra de su época, se hundía marcando el fin de una era en que los barcos de España hacían temblar al mundo. El Santísima Trinidad descansa ahora en las profundidades del mar junto con el recuerdo de la hegemonía marítima del imperio donde no se metía nunca el sol.

 

 

El Artículo "El hundimiento del Santísima Trinidad" del autor Luis A. Salmerón se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 103