El estremecedor folletín “Los bandidos de Río Frío”

Ricardo Lugo Viñas. Historiador

Manuel Payno se asombra de la normalización de aquel abuso que narra, del caos, la violencia y la injusticia.

 

A la manera de Los tres mosqueteros de Alexandre Dumas, Manuel Payno escribió por entregas su novela-folletín Los bandidos de Río Frío. La comenzó en Madrid, lejos de su patria, en el verano de 1888, y la concluyó en el Hotel de Rin, en Dieppe, Francia, en 1891. La de Dumas es una historia de aventuras, que navega entre la caballerosidad, el honor y la amistad que se profesan un grupo de mosqueteros que sirven lealmente al rey Luis XIII; la de Payno es, además del “estudio costumbrista más amplio que existe en la literatura mexicana”, una historia sobre las estructuras de bandidaje del México de principios del siglo XIX; del robo al amparo del poder, de la red de corrupciones que configuran el entramado del terrible oxímoron llamado “crimen organizado” y de lo que Margo Glantz ha llamado “La utopía del robo”, esa “intricada red de ojos y orejas que penetran en los más secretos rincones de la ciudad, de las carreteras, del campo, de la provincia”.

En Los bandidos aparecen desde malhechores de cuello blanco, como el coronel Relumbrón –personaje inspirado en el coronel Juan Yáñez, asistente personal del presidente Santa Anna que se dice fue ejecutado en 1839– apodado así por su ostentosa apariencia, repleta de colgantes y gruesas cadenas de oro, que mantiene negocios fraudulentos amparado por su cercanía al poder y que terminará convirtiéndose en un líder de bandidos; hasta salteadores y asoladores de caminos y despoblados, como Evaristo, que siendo un modesto carpintero optará por incorporarse al grupo criminal de Relumbrón. Ya Carlos Monsiváis lo advertía en 1998, más de cien años después de que apareciera el primer fascículo de la novela de Payno: “En las cercanías de la presidencia de la República, la élite y el lumpen se ponen de acuerdo”. Otro tópico de la novela es la constante dicotomía entre riqueza y pobreza; entré los que lo tienen todo –casi como imaginaciones propias del tesoro de Alí Babá– y los que nada tienen.

 

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