El día en que nació Macondo

Ricardo Lugo Viñas

Márquez abrió los ojos. Rápidamente buscó el rostro de Mercedes y de sus hijos: “acabo de resolver la novela, tenemos que regresar ahora mismo a casa”. Tomó el volante, dio vuelta en u y condujo el bólido hacia la Ciudad de México. Adiós playa, sol y daiquirís; adiós vacaciones.

 

1965, enero. La travesía comienza un día temprano por la mañana. Gabriel García Márquez y su familia salen de casa con la intención de pasar unas vacaciones en las diáfanas playas de la bahía de Acapulco. Van a bordo de un sedán Opel blanco modelo 62 piloteado por el propio Gabo. Como dicta la tradición chilanga, en la carretera hacen una primera escala en el pueblo de Tres Marías, para almorzar.

Ya con el corazón contento, retoman el camino.Mercedes se relaja en el asiento del copiloto. Rodrigo y Gonzalo van atrás, con los ojos puestos en el parabrisas, enamorados de las líneas blancas discontinuas que se suceden a velocidad increíble en el asfalto de la sinuosa pista. Gabo va en silencio, afianzando el volante, sorteando los vericuetos propios de la faena automovilística. Algo parece curioso: lleva el rostro iluminado, como con aureola de santo de parroquia; quizá se deba a los taquitos de buche y nenepil recién devorados.

Más adelante, en una prolongada curva, musita brevemente con Mercedes algo que tiene que ver con un proyecto de novela que ronda su espíritu desde hace más de dieciséis años, pero que aún no halla cómo resolver. Conforme se acercan a la costa el calor se torna mefistofélico. El hijo de Aracataca vuelve al silencio, prendido al volante, con la mirada fija, escamoteando las curvas como en piloto automático. Parece enconchado en un mutismo, arrobado.

Entonces un grito: “¡Una vaca!”, advierte la prole pasajera. Gabo vuelve en sí. En cosa de segundos da un volantazo, presiona el freno como si no le quisiera perdonar la vida a un insecto bajo la suela y sale de la carretera derrapando para esquivar al bovino.

Tras la maniobra, detenidos en un terraplén a la altura de Iguala, Gabo consuela a la familia estremecida. Él, pese al percance, aún llevaba el rostro radiante. Algo le dice que cierre los ojos y escuche. Entonces, como si de las profundidades de la tierra cientos de voces le gritaran a coro, escuchó en su mente aquella frase: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Una revelación. Un instante eterno y misterioso. Por fin había resuelto el inicio de aquella tan imaginada novela que, el 2 de julio de 1967, aparecería en las librerías mexicanas bajo el celebérrimo título de Cien años de soledad.

Márquez abrió los ojos. Rápidamente buscó el rostro de Mercedes y de sus hijos: “acabo de resolver la novela, tenemos que regresar ahora mismo a casa”. Tomó el volante, dio vuelta en u y condujo el bólido hacia la Ciudad de México. Adiós playa, sol y daiquirís; adiós vacaciones.

Al llegar a casa, en la calle de la Loma 19, colonia San Ángel Inn, entregó a Mercedes los ahorros familiares, le pidió abastecer el refrigerador de comida y, como San Jerónimo, se encerró a piedra y lodo en su “cueva” para escribir Cien años… La terminó a principios de agosto de 1966. Para entonces Mercedes solo tenía 53 pesos en el monedero. Eso les alcanzaba para enviar media novela a su editor en Argentina. Y así lo hicieron. Después cayeron en cuenta de que habían mandado la última parte del manuscrito y no la primera.

 

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