El coñac que hizo toser a Villa

Cuando Emiliano Zapata y Pancho Villa brindaron por su alianza en Xochimilco

Ricardo Lugo Viñas

Villa y Zapata eran sustancialmente diferentes; hasta contrastantes. De modo que los primeros minutos del encuentro resultaron un tanto incómodos. “Era divertido verlos tratando de hacer amistad. […] Como novios de pueblo”, escribiría Leon Canova, taquígrafo estadounidense que registró la reunión.

 

1914. Todas las noches de noviembre de aquel año los habitantes de la Ciudad de México miraban, con temor y desconcierto, las trémulas fogatas de las tropas zapatistas que, a lo lejos, centelleaban en las montañas del sur de la cuenca. El Ejército Libertador del Sur, al mando de Emiliano Zapata (1879-1919), esperaba paciente el arribo de la División del Norte y de su general, Pancho Villa (1878-1923), para juntos ocupar la capital del país.

Como se sabe, tras la caída del gobierno del presidente golpista Victoriano Huerta, en agosto de ese mismo año, las diversas facciones revolucionarias, que antes habían luchado contra Huerta, comenzaron a combatir entre sí. En octubre se abrió un espacio para la negociación política: la Soberana Convención Revolucionaria, efectuada en Aguascalientes.

Ahí, los delegados de todas las facciones, carrancistas, villistas y zapatistas, discutieron durante un mes los entresijos y el destino de la revolución. Pero los acuerdos emanados de la Convención no favorecieron al bando carrancista: se nombró presidente interino de la República al general Eulalio Gutiérrez y a Pancho Villa comandante del ejército convencionista. Como era de esperarse, Carranza desconoció lo pactado y se replegó hacia Veracruz.

La primera decisión de Villa fue trasladar sus tropas a la Ciudad de México, para garantizar que la Convención tuviera el control del país. Los zapatistas lo secundaron. Aquello sería el inicio de una alianza –efímera y frágil– entre esos dos ejércitos. Dada su cercanía (pues controlaban Morelos y Puebla), los zapatistas fueron los primeros en arribar a la capital del país. Se instalaron en la cordillera entre Tlalpan y Milpa Alta.

Por su parte, Villa llegó a Tacuba el 2 de diciembre. Hasta entonces, ambos caudillos solo se conocían por su breve comunicación epistolar. Ese mismo día, Zapata escribió a Villa para invitarlo a comer y, al fin, conocerse frente a frente. El 4 de diciembre, el Centauro del Norte salió en automóvil de su cuartel con destino a Xochimilco, lugar de ese histórico primer encuentro.

Xochimilco se había ataviado como para una feria: cohetones, flores, música y abundante comida sureña (que Villa jamás había visto ni probado): tamales, mole de guajolote, sopes, frijolitos… Villa y Zapata eran sustancialmente diferentes; hasta contrastantes. De modo que los primeros minutos del encuentro resultaron un tanto incómodos. “Era divertido verlos tratando de hacer amistad. […] Como novios de pueblo”, escribiría Leon Canova, taquígrafo estadounidense que registró la reunión.

Para romper el hielo, Zapata hizo traer una botella de coñac, su favorito, y propuso un brindis por la unión de ambos ejércitos. Villa, abstemio empedernido (que gustaba de malteadas y helados), se quiso “hacer rosca” y pidió agua, pero fue ignorado. Así que no le quedó de otra: brindó. De inmediato, el trago le arrancó náuseas, tosió, los ojos se le anegaron. Con voz ronca, pidió un vaso de agua.

Quién sabe si el coñac ayudó, pero a partir de ese momento la conversación fluyó alrededor de un personaje al que uno y otro detestaban: “el cabrón de Carranza”. Dos días después, Zapata y Villa entraron triunfantes y tomaron la Ciudad de México.

 

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