Durante la Guerra Cristera, el gobierno de Plutarco Elías Calles dinamitó el primer Cristo Rey del Cerro del Cubilete

Una cabeza en busca de su monumento y la peregrinación para la construcción del nuevo Cristo Rey en el Cerro del Cubilete
Valentina Torres Septién

 

La rebelión cristera contra el Estado mexicano duró de 1926 a 1929, y terminó con un acuerdo entre la jerarquía católica y el gobierno del presidente Emilio Portes Gil, lo que permitió la reapertura de los templos.

 

En el México de las primeras décadas del siglo XX, la Iglesia católica veía limitadas sus acciones pastorales debido a las restricciones que el presidente Plutarco Elías Calles le había impuesto a través de la conocida como Ley Calles, aprobada en 1926. El cierre de templos y escuelas confesionales tenía en la zozobra a las muchas familias creyentes que no podían acceder al culto en esos lugares.

El obispo de la diócesis de León, Guanajuato, desde principios de siglo tuvo la iniciativa de construir un monumento a Cristo Rey en un espacio abierto al culto; con ello la Iglesia defendía la intención de mantener su permanencia en la vida de los fieles católicos, a la vez que sostenía una postura política frente al Estado revolucionario. El sexto obispo de León, Emeterio Valverde y Téllez, dedicó gran parte de su actividad pastoral a la creación de la devoción a Cristo como rey terrenal y divino, y a construirle un monumento en el cerro del Cubilete.

La diócesis de León había sido consagrada al culto al Sagrado Corazón desde 1875. Por ello sus fieles se sentían “hijos predilectos”. No fue sino hasta 1920 cuando el obispo dedicó un primer monumento para entronizar a Cristo en el corazón de México y aclaró que desde aquel día el Cubilete se llamaría “la montaña de Cristo Rey”. Años más tarde, por órdenes del presidente Plutarco Elías Calles, varias bombas acabaron con ese monumento. Esta violencia provocó la resistencia de muchos católicos, que apoyaron a su obispo en la intención de reconstruir una imagen monumental como testimonio de la firmeza de la piedad popular.

 

EL NUEVO MONUMENTO

Si bien por varios lustros (de 1928 a 1943) el monumento no fue más que una quimera, en el ámbito popular y religioso seguía vivo el deseo de construirlo. Himnos como el siguiente se entonaban con este deseo:

 

¡Mexicanos! Cantemos victoria

Que el reinado de Cristo llegó,

Y en la cumbre de enhiesta montaña

De hoy en más su perdón flotará.

 

En 1943 las relaciones entre la Iglesia y el Estado mejoraron y el obispo decidió iniciar la construcción del monumento en “la montaña sagrada”. En diciembre de 1944 Valverde y Téllez colocó la primera piedra de la nueva obra y bendijo la Ermita Expiatoria, edificada en el lugar donde fue dinamitado el primer monumento para pedir perdón por el sacrílego atentado.

Para la construcción se propuso recaudar fondos, puesto que sería costeado únicamente con las donaciones de los creyentes. Lo primero que se organizó fue una gran peregrinación por varios estados de la República, llevando la cabeza colosal del nuevo Cristo, recién fundida en Ciudad de México.

Un camión de carga salió con la enorme cabeza por las calles de la capital del país hasta la Catedral Metropolitana, acompañada de sermones y de muestras de piedad, en especial de mujeres que dejaban sus aportaciones en efectivo o en especie, desde joyas hasta pertenencias de menor valor.

De ahí partió a la parroquia de la Asunción de Pachuca, Hidalgo, construcción pequeña por cuya puerta la cabeza no pudo introducirse y por tanto debió permanecer en el camión, ya que las autoridades civiles no permitieron que la escultura se quedara en la plaza. Hasta ahí se acercaban los fieles, quienes “lloraban, gritaban, imploraban clemencia y luego se despojaban de sus anillos y arracadas” y las ponían en manos del obispo Luis Cabrera Cruz, quien encabezaba la iniciativa.

Continuó el viaje hacia Actopan, donde se reunió gente sumamente pobre, como pobres, pero generosas, fueron sus dádivas. Prosiguieron las visitas a San Juan del Río y Querétaro, donde hubo que destruir el cancel de la iglesia para que entrara la cabeza. De ahí se trasladaron a Toluca y Morelia. Cuando la amplitud de las puertas lo permitía, “la troca decentemente adornada, entraba a los templos, hasta el barandal del comulgatorio”.

El viaje continuó hacia Tacámbaro, Michoacán, donde “toda la población” cantaba estas estrofas que se convirtieron en el himno a Cristo Rey:

 

¡Que viva mi Cristo!

¡Que viva mi Rey!

¡Que impere doquiera triunfante su ley!

¡Viva, viva, viva Cristo Rey!

 

Posteriormente se trasladaron a Guadalajara, en cuya catedral se dio una “explosión volcánica de cantos, aclamaciones y plegarias, de forma que el sacristán desde el púlpito reclamaba y decía al encargado de la peregrinación: ‘Señor Cabrera, calle a su gente’”.

La peregrinación siguió en buena parte la ruta cristera, por Puente de Calderón, Zapotlanejo, Pegueros, Tepatitlán, Valle de Guadalupe, Jalostotitlán, San Juan de los Lagos y Aguascalientes. Ya en la etapa final, fueron visitadas las ciudades de Zacatecas, Monterrey, San Luis Potosí, Silao e Irapuato, y desde ahí se trasladó a León en procesión precedida por la banda de guerra del Instituto Lux de la Compañía de Jesús. La cabeza se instaló en el costado derecho de la catedral leonesa durante ocho días, donde recibió intenso culto. Todavía visitó Guanajuato antes de ser ascendida a la “montaña santa”.

Con el dinero recabado se construyó una capilla, donde descansa un altar, y sobre este, en señal de realeza, se colgó una gran corona de espinas, metálica, de bóveda circular y hecha con anillos y nervaduras. El cuerpo del Cristo tiene una dimensión de veinte metros de altura y un peso de ochenta toneladas. A sus costados se encuentran dos ángeles; uno sostiene una corona real o de la gloria y el otro una corona de espinas o del martirio, que simbolizan los valores con que debe ser venerado. La imagen reposa sobre un hemisferio de concreto que simboliza el universo, con sus meridianos y paralelos terrestres; esta semiesfera descansa sobre ocho columnas de concreto que representaban a las ocho provincias eclesiásticas de México.

En octubre de 1950, en presencia de sus arquitectos Nicolás Mariscal y José Ituarte y del escultor Fidias Elizondo, el nuevo Cristo Rey se instaló en la cima del cerro del Cubilete, santuario que hoy es el más visitado, después del de la Villa de Guadalupe, de esta República laica.