Lo dulce emerge en México-Tenochtitlan mucho antes de la llegada del azúcar a tierras americanas.
La cultura alimentaria mexicana es un abanico que desde tiempos prehispánicos ha permitido deleitar una serie de sabores salados, amargos, ácidos y dulces. Lo dulce se encuentra en nuestro imaginario gustativo, no solo como acompañante de guisos emblemáticos como el mole o los chiles en nogada, sino como protagonista del recetario del país a través de frutas cristalizadas, merengues, palanquetas de cacahuate, entre otros manjares que a muchos hacen salivar.
Golosinas precolombinas
Lo dulce emerge en México-Tenochtitlan mucho antes de la llegada del azúcar a tierras americanas. Las frutas y mieles ofrecieron al paladar de los indígenas las primeras sensaciones de este tipo. Bernal Díaz del Castillo, cronista de la Nueva España, afirmaba que “las dulzuras del tianguis que se observaban, eran las cañas dulces, mazorcas verdes, cascos de calabaza cocidos, tortillas de masa, pepitas de calabaza hervidas y granos de maíz tostados envueltos con miel. En las frutas se encontraban las variedades de zapotes, mameyes, ciruelas, tunas y unos tomates pequeños dulces que se vendían por fruta”. Al igual que estas últimas y el maíz, la miel era un alimento bastante antiguo que ofrecía un sabor suave a las mazorcas preparadas y las conservas mesoamericanas.
La miel era tan importante en la preparación de alimentos que se refiere en el mito de Quetzalcóatl sobre la creación del hombre, al igual que en los relatos sobre el origen del temazcal entre los triques de Copala (Oaxaca), donde las abejas se asocian al nacimiento de “gemelos”. A la llegada de los españoles continuó manteniendo su importancia, como lo demuestra el libro Vocabulario manual de las lenguas castellana y mexicana de Pedro de Arenas, publicado por Enrico Martínez a inicios del siglo XVII, en el que podemos conocer una lista de palabras que era relevante aprender: miel de abejas (miahua necuhtli), miel de maguey (menecuhtli), miel de cañas (ohua necuhtli), miel (necuhtli) y aguamiel (iztac necuhtli). Cabe destacar que el azúcar no figuraba entre las mercancías de uso doméstico.
Los testimonios y algunos diccionarios de idiomas náhuatl y maya llevan a pensar que los alimentos dulces en Mesoamérica no solamente eran para comerse, sino también para el culto. En este sentido, en general eran productos elaborados con maíz y miel de abeja que se ofrecían a los dioses y las poblaciones los ingerían en tiempos de festividades. Devoción religiosa, consumo y comercialización fueron las actividades que rodearon a los dulces prehispánicos, nos dice fray Bernardino de Sahagún, quien comenta que una misma persona vendía la miel de maguey, la de abejas y el pulque.
Por otro lado, en los tiempos hoy decembrinos y antes de que fueran épocas cristianas, los nahuas celebraban el nacimiento de Huitzilopochtli con ídolos elaborados de maíz azul tostado y molido, mezclado con miel oscura de maguey. Los dulces como el cacahuazintle, el pinole, los tamales dulces y las tostadas son parte de la primera gama de este tipo de productos de origen prehispánico.
Aparte, las voces indígenas usaban la raíz necuhtli, que designaba genéricamente a las mieles y estaba vinculada a otras palabras como necutic, cuyo significado era “cosa dulce”. Con la llegada del azúcar, la gama de la confitería crecería y se conservaría a través de los años. Entonces, los mismos términos estarían conectados con un léxico más europeo, como pan, refresco, helado, mermelada y fruta azucarada.
La llegada del azúcar
El cultivo de la caña y la elaboración del azúcar modificaría el mundo en el que vivían los mesoamericanos, tanto en su economía como en su composición racial, ya que en la mayoría de los ingenios los negros, recién traídos de África, serían utilizados como mano de obra. Por otro lado, la miel y el azúcar coexistieron, lo que permitió la continuidad de caramelos indígenas.
Fray Alonso de Molina señala que en América se introdujeron dos tipos de azúcares, uno conocido como “chiancaca, açucar negro desta tierra o maçapan”, y el “castillan chiancaca. Açucar de Castilla”. El primero prevaleció en la zona andina y en México también es llamado piloncillo, aunque no tuvo mucha presencia en los inicios de la Colonia.
En 1519, el conquistador español Hernán Cortés trajo de Cuba las primeras cañas de azúcar, que se sembraron en San Andrés Tuxtla (Veracruz), que hacia 1528 se consolidaría como ingenio. Posteriormente, en Coyoacán y en Cuernavaca se establecieron dos más de estos: el de Tlaltenango y el de Axomulco. Además, Cortés era propietario de dos tiendas donde se vendía el producto de esos campos, una de ellas ubicada en la calzada de Tlacopan (Tacuba), en Ciudad de México.
En la Nueva España, el azúcar inició su introducción a través de la espumilla, la panela, el mascabado y el producto refinado para dulces, confites y alfeñiques. Aunque este territorio despuntó en el cultivo de azúcar desde que esta llegara en el siglo XVI, su consumo fue masivo a partir del XIX.
Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "México dulce" de la autora María de los Ángeles Magaña Santiago que se publicó en Relatos e Historias en México número 126. Cómprela aquí: