En septiembre de 1919, la Sociedad Protectora del Niño presentó al Congreso una iniciativa para establecer un “día del niño”, lo cual se concretaría hasta 1925 como un proyecto del secretario de Educación Pública.
En 1924, México y el mundo occidental, y con ellos millones de niños y niñas, intentaban dejar atrás tiempos sombríos. En nuestro país, no había pasado ni una década de la lucha armada revolucionaria; en Europa, apenas un lustro antes había terminado la Gran Guerra entre las potencias del continente.
Aparte de los millones de muertos y la ruina económica, la guerra al otro lado del Atlántico había dejado una huella cruel y profunda en la infancia. Y es que durante el conflicto europeo muchos menores se unieron como voluntarios a los ejércitos en contienda. Con frecuencia lo hicieron mintiendo sobre su edad, aunque también hubo oficiales que, aun conociendo la verdad, los aceptaban entre sus tropas. Como ejemplo está el caso del niño británico Sidney Lewis, quien se alistó a los doce años en las fuerzas armadas de su país, pero tuvo que regresar a casa después de que su mamá, que pensaba que su hijo estaba en un centro de entrenamiento, pidió a las autoridades su baja.
Los niños y niñas también fueron afectados durante la guerra mediante políticas y propaganda enfocadas en prepararlos para la lucha y la defensa de su nación, e incluso para morir por su país en caso de que fuese necesario. Asimismo, los jóvenes miembros de los Boy Scouts se dedicaron a vigilar puntos estratégicos de villas y ciudades, como líneas telegráficas, estaciones de ferrocarril o depósitos de agua. Por su parte, a las niñas de ese tipo de asociaciones se les instruía en primeros auxilios y asistencia en sitios como albergues y hospitales.
Por supuesto, el apoyo de los infantes a los esfuerzos bélicos también incluía su incursión en el mundo laboral, como trabajar en el campo; participar en la recolección de diversos materiales para ser reciclados y, con ello, contribuir al ahorro doméstico; apoyar en o hacerse cargo de las tareas del hogar y del cuidado de los hermanos menores; o entrar como obrero a una fábrica de insumos de guerra o de alguna otra industria, a fin de sustituir a los hombres que habían partido al campo de batalla y contribuir a los ingresos familiares. Además, ayudaron a la recaudación de fondos a través de diversas instituciones benéficas.
Pero lo más grave para el sector infantil vino después de la guerra: miles de niños quedaron huérfanos y otros tantos tuvieron que desplazarse de sus hogares y vivir el desarraigo en centros de migrantes o de refugiados. Varios de ellos incluso habían sido convertidos en prisioneros de guerra y permanecieron detenidos por un tiempo en campos de concentración.
Sin duda, la Primera Guerra Mundial significó una dura e inhumana experiencia de vida para la infancia europea. Esto fue fundamental para que la británica Eglantyne Jebb, que había conocido de cerca los estragos que el conflicto había causado en ese sector de la sociedad, empezara a organizar una fundación para “salvar a los niños”, de cuyos esfuerzos surgiría en abril de 1919 Save the Children. Esta asociación pronto se enfocó en actuar no solo durante una contienda bélica, sino también en tiempos de paz, y sin importar el bando al que perteneciera la niñez afectada.
Tiempo después, Jebb se estableció en Suiza y, en enero de 1920, creó Save the Children International Union, con el fin de ampliar su horizonte de acción, establecer metas a largo plazo y colaborar con instituciones como el Comité Internacional de la Cruz Roja. Desde allí, encabezó los esfuerzos que darían a la luz la llamada Declaración de Ginebra, firmada el 28 de febrero de 1924 y adoptada por la Sociedad de Naciones (antecedente de la ONU) como su Carta de la Infancia en diciembre siguiente.
La importancia de ese breve documento conformado por cinco puntos recaía en que era el primero de su tipo en el que se reconocían no solo los derechos de niños y niñas, sino el deber de la humanidad (entiéndase, los adultos) de otorgarles “lo mejor que pueda darle”, descartando cualquier “discriminación por motivos de raza, de nacionalidad o de creencia”. Sin duda, Jebb podía sentirse feliz y orgullosa de impulsar ese gran paso en favor de la niñez.
En México
El interés por proteger a la población infantil también estaba presente en nuestro país, en especial tras el estallido de la lucha revolucionaria, pues la guerra dejó secuelas severas en ese sector. No solo se debía a que los menores habían sido testigos de la atrocidad del conflicto bélico, sino que muchos niños se alistaron en las tropas de uno u otro bando y otros tantos tuvieron que contribuir al sustento familiar mediante su mano de obra, mientras que las niñas, aparte de ingresar al mundo laboral, seguramente tuvieron que hacerse cargo de las tareas domésticas o del cuidado de sus hermanos más pequeños.
Las memorias del tabasqueño Andrés Iduarte, un niño que no alcanzaba los diez años cuando le tocó vivir la Revolución en el sureste del país, son representativas de aquella realidad:
“La Revolución bramaba siempre. Entre balazos o cuentos de balazos se desenvolvía nuestra infancia… Que el general Salvador Alvarado había colgado de los árboles del Paseo Montejo a varios estudiantes; que la madre de uno de ellos, doña Lola Marrufo, amiga de mi familia, había jurado matarlo; que quiso hacerlo y en el momento preciso se le encasquilló la pistola; que la aprehendieron y que Alvarado la perdonó... Un día que mi papá salió a la calle, comenzó un tiroteo nutridísimo. Volvió cuando la balacera había escampado. Saltó por encima de cadáveres, de charcos de sangre... Fue detenido varias veces por hombres que llevaban la pistola en la mano... Se trataba de la rebelión del coronel federal Abel Ortiz Argumedo contra don Toribio de los Santos, el gobernador carrancista. La Revolución ya había llegado a Yucatán. A pesar de que el henequén era solicitado de Europa y de los Estados Unidos, Yucatán también iba a conocer los horrores de la guerra: el hambre y la peste. Mis primos de Yucatán también iban a ser empobrecidos y humanizados.”
En este contexto y ya terminada la etapa armada de la Revolución, en septiembre de 1919 se presentó en la Cámara de Diputados una iniciativa para establecer un “día del niño”. El proyecto fue propuesto por la Sociedad Protectora del Niño, fundada un año antes y encabezada por la dramaturga saltillense Teresa Farías. Dicha asociación contaba con cuatrocientos socios y un plantel en el cual impartía educación y sustento a niños desvalidos.
La propuesta hacía énfasis en “el desdoro que representa para nuestra cultura y las consecuencias fatales que tendrá para nuestro progreso, el abandono y desprecio con que se mira a los centenares de niños que, hambrientos y semidesnudos, mendigan durante el día y duermen durante la noche en la vía pública”. Debido a que esos menores podían convertirse en criminales, vagos o viciosos, la Sociedad urgía a salvarlos y requería de la ayuda de “personas suficientemente patriotas” para imponerse el deber de secundar su proyecto.
Para ello, Farías proponía crear un impuesto a los asistentes a espectáculos, a excepción de los que costaran menos de cincuenta centavos y los dedicados a obras de beneficencia; establecer el Día del Niño, durante el cual se adheriría a los servicios de telégrafos y de correos de la República un timbre especial de cinco centavos; e instituir una “Corte Juvenil”, que tendría como una de sus atribuciones ordenar que los niños mendigos fueran retirados de la vía pública y entregados a la Sociedad, que los retendría en su plantel hasta que fueran educados y aptos para bastarse a sí mismos.
Farías argumentaba que dicho impuesto ya existía en París y en gran número de ciudades europeas y americanas, y era llamado “Derecho del Niño”. Además, planteaba que el dinero recabado por el gravamen y por el Día del Niño se entregaran a la Sociedad, la cual se comprometía a emplearlo en “recoger, vestir y educar el mayor número posible de niños”. Aunque tuvo el apoyo de varios legisladores, la iniciativa no pasó a mayores.
Sería hasta 1925 cuando el proyecto de crear el Día del Niño se concretaría. A ello contribuyó de manera significativa el antecedente de la Declaración de Ginebra y la preocupación internacional y nacional por la atención y protección de la niñez, pero también iniciativas como la de Teresa Farías, la Primera Semana del Niño –celebrada en 1921, en el marco de los festejos por el centenario de la consumación de la Indepedencia– y los diversos congresos sobre la infancia llevados a cabo en el país en esos años, como ha referido la historiadora Susana Sosenski.
Durante su gestión como secretario de Educación Pública, José Manuel Puig Casauranc propuso juntar la conmemoración del Día del Trabajo (1 de mayo) con la del Día del Niño. Sosenski destaca que en ese momento el discurso gubernamental promovía la idea de la niñez como la base del futuro de la nación y el trabajo infantil era concebido como un agente dignificante, que “podía regenerar moral, mental y físicamente”, además de que se consideraba esencial para su formación y “una forma de disciplinar y reproducir ciertos valores sociales, en especial la formación de individuos prácticos, industriosos, calificados y amantes del trabajo”.
La propuesta del secretario tuvo el respaldo de las organizaciones obreras, pero debido a que el 1 de mayo era inhábil, la conmemoración para la infancia se pasó para el día anterior, 30 de abril, a fin de que los niños y niñas pudieran ser homenajeados mediante distintas actividades en sus escuelas. De ese modo, en 1925 se celebró el primer Día del Niño en México.
Pese a que en los siguientes años se siguió vinculando a la niñez nacional con el movimiento obrero, para la década de 1940 –como lo ha mostrado Sosenski– la efeméride se alejó de esa asociación, mientras que los publicistas empezaron a aprovechar el Día del Niño para promocionar sus productos e integrar a ese sector de la población a la dinámica consumista.
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