En tiempos novohispanos, las mujeres de familias acomodadas se convertían en piezas a negociar según los intereses parentales. Además, los padres eran responsables de casar a sus hijas antes de que cumplieran los veinticinco años.
Una fría mañana de enero de 1731, cuando Josefa Ugarte salió de su recámara, encontró la casa más solitaria que de costumbre. Su madre había salido temprano para un asunto importante. Ella dispondría de tiempo para ir a la tienda familiar, en los bajos de la vivienda, y curiosear entre las mercancías recibidas en los últimos meses: biombos decorados, jarrones de porcelana, alfombras orientales, cojines de Damasco, figuras de marfil y joyas de jade... A veces pensaba que podría ser la dueña y tomar decisiones del comercio, como hacían algunas señoras que, al enviudar, se ocupaban de los negocios familiares.
Josefa había aprendido a leer y escribir e incluso sabía algo de cuentas, con lo cual se consideraba que había llegado al límite de lo que una doncella podía aprender en aquel tiempo en Nueva España. Pronto cumpliría quince años y asistiría a las tertulias que organizaban las amigas de su madre, que leían comedias o recitaban poesías. Pero, de momento, se sentía sola sin sus amigas que la iban abandonando al profesar como monjas o contraer matrimonio. Todos los días salía para practicar devociones como asistir a misas, jubileos, novenas, rosarios, triduos y cualquier actividad que justificase pasear por las calles, encontrarse con amigos o conocidos y, a veces, cruzarse con algún joven apuesto en el que podría seguir pensando cuando llegase a su casa.
Su madre no había estado interesada en los negocios. Desde que enviudó, dejó todo encargado al señor Jacinto, quien, según pensaba, había colaborado con su padre desde hacía una eternidad; lo recordaba trabajando y durmiendo sobre el mostrador desde que era una niña que apenas alcanzaba a acariciar los terciopelos y gatear sobre los tapetes. Ya por entonces el que había sido un joven aprendiz era un hombre maduro que se había hecho responsable de la administración de la tienda.
Su único hermano, Fernando, estudiaba humanidades cuando decidió que quería ser jesuita e ingresó en la Compañía, donde pasó la “primera probación”. Luego cursó teología y pronto recibiría órdenes sacerdotales. En ese día de 1731 había acompañado a su madre y al señor Jacinto, que habían ido a firmar un documento ante el escribano público.
Pronto regresaron y le comunicaron la noticia a Josefa: habían firmado las capitulaciones matrimoniales porque ella se casaría dentro de tres semanas ¡con el señor Jacinto! No había asistido a este acuerdo “en atención al poco conocimiento y corta edad en que se halla” y posteriormente solicitaron su presencia para firmar el contrato matrimonial, que ya habían decidido por ella, “conociendo el singular provecho que resultará a todos de ello”.
Según las capitulaciones matrimoniales, entregaban al señor Jacinto Martínez de Aguirre la cuantiosa dote de 50 000 pesos, incluido el inventario de la tienda, de la que se haría responsable, “manejándola bajo su dirección y gobierno, en atención al grande conocimiento y práctica que tiene de sus dependencias y haber estado asistiendo a ella por más de 30 años”.
Su madre doña Ana y su hermano se veían satisfechos con el buen negocio que acababan de realizar. Los jesuitas podrían contar con generosas donaciones y ella, solo nominalmente, sería dueña de la dote que manejaría su marido, que no aportaba arras por carecer de caudal. Un marido a quien desde este momento la joven detestaba y al que ahora veía viejo y feo.
Podría quedarnos alguna duda o acaso la expectativa de que Josefa se hubiera rebelado ante el futuro que le imponían, pero sabemos que, veinte años después, ella había fallecido y el viudo, Jacinto, negoció el matrimonio de su hija, Ana María Martínez de Aguirre y Ugarte, que recibía como herencia de doña Josefa la cantidad de 10 000 pesos. ¿A dónde se fueron los 50 000 de la dote materna? En esta ocasión, el novio, un español nacido en Navarra, hizo inventario de sus bienes, que ascendieron a 31 949 pesos, para proteger los derechos de una hija de un anterior matrimonio. Cabe la sospecha de que tampoco se trataba de un enlace basado en el amor.
Tal era la suerte de las mujeres de familias acomodadas, que se convertían en piezas a negociar según los intereses parentales. Desde nuestra perspectiva del siglo XXI, parece remota la época en que el destino de las mujeres era conseguir un marido que pudiera mantenerlas dentro del nivel que correspondía a su familia y posición social; pero no está tan alejada, ya que esa fue la aspiración de las jóvenes y la meta de sus parientes hasta fechas muy recientes.
En tiempos novohispanos, por costumbre y por ley, los padres eran responsables de casar a sus hijas antes de que cumplieran los veinticinco años. En los pueblos y pequeñas comunidades rurales, la cercanía y la participación en actividades comunitarias propiciaban los arreglos familiares, que también debían tomar en cuenta las inclinaciones y afinidades entre los futuros esposos.
En las ciudades, incluyendo las grandes, como lo era la de México mediando el siglo XVIII, entre los pobres y los modestos artesanos también influía la proximidad de los barrios, la profesión de los parientes y la pertenencia a la misma parroquia. Con la aquiescencia de los padres o sin ella, tras la ceremonia religiosa o sin pasar por la iglesia, las parejas se unían, y con alguna frecuencia se separaban, sin que ello implicase un conflicto para los allegados.
Las normas y los prejuicios sociales se cumplían con rigor entre las familias con pretensiones de nobleza y los ricos propietarios que velaban por la prosperidad de su fortuna y el ennoblecimiento de su linaje.
Pero, por más que las niñas y adolescentes aceptaran su suerte como un destino inevitable y quizá hasta deseable, siempre hubo quienes protestaron por un novio que les repugnaba o por la premura de un compromiso cuando apenas habían abandonado la infancia y esperaban conocer la vida en sociedad, las diversiones que la ciudad les ofrecía y la oportunidad de adquirir nuevas amistades.
El artículo "Un marido ideal" de la autora Pilar Gonzalbo Aizpuru se publicó en Relatos e Historias en México número 129. Cómprala aquí.