Las primeras cartas novohispanas que atravesaron el océano, con rumbo a España, lo hacían a bordo de los navíos en manos de los capitanes. Un ejemplo claro de esto son las famosas Cartas de relación de Hernán Cortés.
El Correo Mayor novohispano y la llegada del correo a la capital
Nosotros los llamamos correos, por la celeridad con que se requiere que vayan o corran; y también estafetas, del vocablo italiano estafa, que significa estribo, para diferenciar así a los que son de a caballo, de los de a pie. Juan de Solórzano Pereyra, Política indiana, vol. 1. lib. 2, cap. 14.
Cuando las primeras expediciones españolas llegaron a las islas del Caribe, las cartas atravesaban de ida y vuelta el Atlántico en mano de los capitanes de los buques, sus maestres o algún pasajero especial. Poco después, en 1514, se creó como concesión el oficio especializado de Correo Mayor de Indias, con la intención de fortalecer la colonización en Tierra Firme, nombre genérico dado a las costas del Caribe venezolano, colombiano y panameño. Luego, se crearían cargos específicos de Correo Mayor del Perú, de Nueva España en 1578 y, posteriormente, Guatemala.
El correo mayor ejercía con celo el monopolio del envío y la distribución de cartas, pliegos y cajones en todo el territorio novohispano. Él era el encargado de embarcar todo tipo de correspondencia, así como mercaderías de cualquier género, incluyendo monedas de oro, plata o joyas. De igual forma, recibía en los puertos novohispanos lo enviado desde Castilla para hacerlo llegar a las casas de postas,1 hospederías donde los particulares podían recoger su correo. Con este fin, el correo mayor tenía dispuestos caballos en las veredas y carreras ordinarias. Incluso, poseía el privilegio de que allí donde él tuviera caballos y mulas de alquiler, nadie más podría rentarlas, salvo si contaba con su permiso y le pagaba cierta suma de dinero. Todos los correos de a pie y las estafetas de a caballo con estribos debían contar con autorización del correo mayor para poder ejercer el oficio.
A mediados del siglo XVII, el cargo de Correo Mayor de Nueva España lo ejercía Pedro Díez de la Barrera. Antes de él, ocupó el oficio su padre Alonso y, luego, lo haría su hijo Francisco. Se trataba de una familia muy conocida y prestigiosa, pues como correos mayores tenían derecho a voz y voto en el ayuntamiento de la ciudad. Además, entre sus parientes directos se encontraban altos clérigos de la Catedral Metropolitana, un obispo de Durango, catedráticos y un rector de la Real Universidad.
Las multas por la suplantación del correo mayor eran muy costosas, aunque en la práctica existía cierto margen de excepción, pues podían enviarse cartas y paquetes con criados, familiares o amigos. Por ejemplo, las bulas y el palio del arzobispo Francisco Verdugo nombrado en 1636, llegaron desde Roma a la Catedral Metropolitana por mano de don Diego de Villalba y Toledo, caballero de la orden de Santiago quien, no acostumbrado a fungir como mensajero, debió regresar por la constancia de entrega unos días después.
Por supuesto, también los indígenas usados como mandaderos llegaron a llevar cartas, pero a diferencia del Perú, donde había indios especializados en el trasporte del correo interior, llamados chasquis, en la Nueva España del siglo XVII los indios se usaban poco. El grueso de la correspondencia estaba a cargo de españoles a caballo quienes, con autorización de portar armas, recorrían el territorio cambiando monturas y jinetes de posta en posta.
En la Ciudad de México, todas las autoridades debían hacer uso de los servicios que ofrecía el correo mayor para el envío de la correspondencia oficial, ya sea que solo fuera al interior de Nueva España o se dirigiera a la península ibérica, el Perú o Filipinas. El correo marítimo usado para estos últimos destinos viajaba en los llamados “navíos de aviso”, embarcaciones que, en teoría, solo transportaban correspondencia. Unos viajes los hacían en conserva al frente de las flotas; esto es, en las formaciones navales compuestas de barcos mercantes y buques de guerra que dirigían y resguardaban al resto. En estos casos se podían usar urcas, embarcaciones grandes y anchas que facilitaban el transporte de todo tipo de géneros. En otras ocasiones el correo navegaba en solitario y, por lo mismo, debían usarse pataches, naves pequeñas y rápidas para poder evadir y ganar la carrera a los barcos enemigos.
El arzobispo de México y el virrey podían utilizar gratuitamente esos navíos para la correspondencia oficial; sin embargo, había varias condiciones. La primera y más importante era prevenir la salida, pues en ese entonces solamente había dos avisos ordinarios al año. El “primero de aviso”, como se le solía llamar, salía por el mes de marzo de Veracruz con dirección a La Habana, donde debía esperar a la flota de Nueva España y a la de Tierra Firme para atravesar al lado de ellas el Atlántico. El “segundo de aviso” debía dejar Veracruz entre septiembre y noviembre, pues se despachaba al mes de su arribo en el puerto para llevar a España las noticias de la llegada de las flotas, el discurrir de su navegación, el tiempo en que se preveía su regreso y demás noticias de interés del rey. Generalmente ese segundo navío viajaba fuera de la flota, y aunque iba artillado y en teoría zafo, esto es, sin pasajeros o mercancías, era susceptible de ataques piratas. Para esos casos, en que el enemigo les daba alcance, una cédula real ordenaba arrojar el correo al mar.
“El martes a las cuatro de la mañana se hizo señal de repique en la catedral, porque a esta hora llegó el correo, y dio por nuevas que estaba amarrada la flota en la Veracruz, que eran trece naos, y en ellas el arzobispo de México y el obispo de Puebla”. Martín del Guijo, Diario, vol. 2, p. 60.
Al acercarse la flota de Nueva España al puerto de Veracruz, una estafeta corría a la Ciudad de México para dar cuenta del avistamiento de las naos. Un par de días después otra estafeta más avisaba que los barcos habían atracado y daba algún adelanto de las nuevas que traían, si venía algún ministro o la noticia más sonada en la corte. Finalmente, luego de otros dos días, los cajones del correo entraban a la ciudad acompañados del repicar de las campanas de la catedral.
Uno de los cofres del correo, con seguridad el más grande, era el dirigido al virrey. Se entregaba a la secretaría de palacio donde se abría y separaba el contenido, pues en él también venían los paquetes y cofrecillos de cartas dirigidas a la Real Audiencia, el arzobispo, el Tribunal de la Inquisición, los ministros de la Real Hacienda…, en fin, a todos los que mandaban y recibían correspondencia oficial.
Durante algún tiempo, el ayuntamiento de la ciudad también se sirvió de ese cajón oficial, pero en un determinado momento prefirió pagar al correo mayor para tener un cofre propio, como cualquier otro particular. Aunque tener una valija aparte tenía un costo, reportaba independencia y, sobre todo, la certidumbre de que se recibía el correo completo. Ese era un asunto de preocupación de diversos arzobispos. Pérez de la Serna, por ejemplo, aseguraba que en la secretaría del virrey se quedaba la mitad del correo dirigido a él y solo recibía lo que convenía y parecía bien al virrey marqués de Gelves. Por lo mismo, ese arzobispo pagó de su bolsa al correo mayor para enviar y recibir sus cartas en cajón cerrado y aparte, pues temía se quedaran “olvidadas” en palacio.
También el arzobispo Manso y Zúñiga llegó a pensar que la falta de respuesta a sus cartas se debía a la malicia y al desorden en la correspondencia. Por eso sugirió una reforma para el envío. Propuso que, en la secretaría del Consejo de Indias, donde se redactaban y preparaban los pliegos, y luego en Sevilla, donde se encajonaban, debía distinguirse y poner en valija separada lo dirigido a la secretaría del virrey, sin mezclarlo con el resto de los paquetes y cartas. Pero, cuando el arzobispo escribió su propuesta, el problema no radicaba en la organización del correo, sino en el mal tiempo y los ataques piratas.
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Correos, estafetas y navíos de aviso en la Nueva España