Hace 700 años emergió en el horizonte lacustre de la cuenca de México una urbe que transformaría para siempre el devenir de un territorio. Tenochtitlan, fundada según la tradición en 1325, se alzó en un islote rodeado de lagos, con calzadas que la conectaban a tierra firme y un complejo sistema hidráulico que garantizaba su sustentabilidad. Una ciudad anfibia, entre la tierra y el agua, que pronto se convertiría en el epicentro político y económico de Mesoamérica. Sin embargo, tras la conquista española de 1521, la gran urbe mexica mutó, desmantelada y reconstruida en una configuración que desdibujaba su relación ancestral con el entorno lacustre.
Así comenzó a configurarse una ciudad atravesada por dos mundos: el de la tierra y el del agua, pero también el de los antiguos pobladores mesoamericanos y los recién llegados conquistadores. La antigua lógica de los ejes lacustres y las calzadas, que articulaban la vida desde el islote hacia sus alrededores, dio paso a un orden centrado, donde la Plaza Mayor organizó el espacio en torno a nuevos poderes políticos, religiosos y comerciales. En estas tensiones –entre formas de habitar el territorio, concebir el poder y relacionarse con el paisaje– se fue modelando la transformación de Tenochtitlan, cuyo pasado sigue presente en la Ciudad de México que habitamos.
El proceso de reocupación de la urbe tras la guerra fue paulatino. Los sobrevivientes mexicas se encontraron en un islote devastado, cubierto de ruinas y huesos esparcidos que debieron sanear y limpiar para recibir a otros habitantes. A partir de 1524, los españoles comenzaron a instalarse con reservas y temor. Para Hernán Cortés, no cabía duda de que aquel espacio, otrora centro de un imperio, debía erigirse como la capital del virreinato, aunque muchos de sus propios hombres cuestionaban tal decisión, no sin razón.
Consciente de la fragilidad de su posición, Cortés entendía que mantener unidos a los conquistadores en la isla les ofrecía ventajas. Si se dispersaban por tierra firme, quedarían expuestos tanto a sus propias divisiones como al reducido número que los hacía vulnerables. Por otro lado, dejar en el abandono las ruinas de Tenochtitlan habría significado preservar un lugar cargado de memoria para los mexicas, alimentando el recuerdo de un pasado glorioso y generando un punto de referencia que pudiera alentar resistencias futuras. Así, pese al entorno hostil –tanto por el agua como por los vencidos–, la antigua ciudad fue ocupada por las huestes conquistadoras indoespañolas con la intención de consolidar su dominio desde el mismo corazón mexica.
En aquellos primeros años, la organización social y espacial del “ombligo de la Luna” se transformó drásticamente. De forma paulatina, la urbe dejó de funcionar de manera mayoritaria a partir del agua, los ejes y la red de vínculos y calzadas que conectaban el islote con tierra firme, para empezar a hacerlo en torno a un centro urbano terrestre, delimitado y de a pie.
Entorno e infraestructura hidráulica
Tenochtitlan se encontraba en un islote dentro de una cuenca natural, rodeada por montañas y volcanes. Desde estas elevaciones descendían corrientes de agua que desembocaban en la depresión lacustre compuesta por cinco lagos, cada uno con distinta profundidad y variaciones en su nivel de salinidad debido a los minerales presentes. Estas diferencias, junto con la fauna y flora características de cada lago, influían en la coloración de sus aguas, que variaban del azul grisáceo al verde turquesa.
Al norte se hallaban los lagos salobres de Zumpango y Xaltocan; al oriente, el de Texcoco, con el mayor contenido de sal; mientras que al sur se localizaban los únicos lagos de agua dulce, Xochimilco y Chalco. En conjunto, este ecosistema proporcionaba una gran diversidad de recursos animales y vegetales, garantizando la subsistencia de sus habitantes.
Para el siglo XV, el paisaje lacustre ya reflejaba una interacción compleja y, en ocasiones, conflictiva entre la población y su entorno. En particular, la infraestructura hidráulica desarrollada por los pueblos ribereños aseguraba el abastecimiento de víveres y la comunicación; en síntesis, la viabilidad de la vida en el islote. Para entonces, habían implementado un sistema que no solo conectaba los distintos cuerpos de agua, sino que aparentemente también regulaba sus niveles, su comunicación y su aprovechamiento.
Durante el asedio de los conquistadores a México-Tenochtitlan, fue necesario romper el dique de Nezahualcóyotl para que los bergantines construidos en Texcoco pudieran atravesar el lago y tomar la ciudad. Sin embargo, al no ser reparada tal estructura tras la derrota de los mexicas, el islote quedó expuesto al flujo de agua salobre proveniente del sector oriental del cuerpo de agua.
Aquella ruptura marcó el inicio de una profunda transformación física y ecológica del entorno insular. La cuidadosa relación –no siempre pacífica– entre agua y tierra que había sostenido la vida urbana prehispánica se rompió con la conquista dirigida por Hernán Cortés y nunca volvió a restablecerse. Desde entonces, fue persistente la condición de un islote que oscilaba entre la escasez de agua potable y las constantes inundaciones provocadas por las aguas salobres.
Esta alteración del paisaje fue aún más drástica debido a cambios en las formas de transporte y movilidad. El incremento de medios terrestres, como los caballos y los carruajes ajenos al entorno lacustre mesoamericano, la inserción de ganado y el paulatino aumento del tránsito peatonal en detrimento del lacustre, derivaron en una creciente demanda de calzadas de tierra, mientras que el uso de canoas para el transporte y las comunicaciones decrecía.
Para hacer espacio a esa nueva infraestructura, numerosos canales de agua fueron cegados. El islote “flotante” tuvo entonces que soportar una mayor carga: al incremento de la densidad poblacional se sumaron las sólidas calzadas y las nuevas edificaciones que eran cada vez más numerosas. La ciudad, construida originalmente con una lógica anfibia, comenzaba a transformarse en una urbe terrestre, pesada, desconectada de su entorno acuático.
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