Perseguir riquezas y “pacificar la tierra”

Los retos del virrey Mendoza en Nueva España 

Antonio Rubial García

El funcionario imperial Antonio de Mendoza llegó a un territorio que a lo largo de cinco años había sido saneado por los miembros de la segunda Audiencia, en especial por fray Sebastián Ramírez de Fuenleal y Vasco de Quiroga. A estos jueces-gobernadores, enviados por la Corona para acabar con los abusos de la primera Audiencia y de su presidente Nuño de Guzmán, se debió el establecimiento de la ley y el orden sobre unos encomenderos ambiciosos y sin escrúpulos.

La segunda Audiencia había puesto las bases de lo que sería la sociedad virreinal, estructuró la mayor parte de las diócesis, pactó con los señores indígenas aliados y apoyó a los frailes franciscanos, dominicos y agustinos encargados de la evangelización y, con ella, de la territorialización del dominio español sobre las comunidades nativas. Sin embargo, las audiencias gobernadoras fueron una solución transitoria, pues dicho tribunal tenía que ser independiente del virrey, ya que, como hoy en día, la administración de justicia era una instancia que debía mantenerse autónoma para servir de contrapeso al poder y evitar sus abusos.

La Nueva España a la que llegó el nuevo virrey era un complejo territorio con una enorme diversidad regional y cuya conquista y ocupación por parte de los españoles estaba aún en proceso. En la frontera sur, la Corona estaba dando enormes concesiones a los “adelantados” Pedro de Alvarado y Francisco de Montejo, conquistadores que recibieron el encargo de expandir las fronteras en Guatemala y Yucatán. Por su lejanía del centro, ambos territorios tendrían a futuro una gran autonomía de los virreyes. En la frontera norte, el reino de Nueva Galicia, creado por Nuño de Guzmán en 1531, perdió su relativa autonomía en 1536, al ser destituido su fundador por el virrey Mendoza, en quien recayó el nombramiento de sus futuros gobernadores, Cristóbal de Oñate y Francisco Vázquez de Coronado.

Este último personaje fue enviado por Mendoza en 1539 –después de fray Marcos de Niza–, en busca de unas fabulosas ciudades llenas de riqueza de las que oyeron hablar de boca de Álvar Núñez Cabeza de Vaca y de sus tres compañeros; estos hombres, después de naufragar en la Florida, habían recorrido un extenso territorio hasta llegar al Pacífico y trajeron noticias que despertaron el interés del virrey.

Las expediciones de Coronado y Niza fueron un fracaso, pero esto no detuvo a Mendoza, quien en 1540 firmó una capitulación con el gobernador de Guatemala, Pedro de Alvarado, para explorar la costa norte del Pacífico en busca de las famosas ciudades de Cíbola y del estrecho de Anián, un supuesto paso que comunicaba a los dos océanos; este proyecto fue frustrado momentáneamente por la muerte de Alvarado en la Guerra del Mixtón. Mendoza encargó continuarlo a Juan Rodríguez Cabrillo, quien, partiendo del puerto de Navidad, se dirigió hacia el Pacífico norte y llegó a la altura de la bahía de Monterrey (en California); a su muerte, Bartolomé Ferrer continuó la expedición hasta el cabo Mendocino, bautizándolo así en honor del virrey.

El Pacífico, cuyas costas ya habían recorrido Hernán Cortés y Francisco de Ulloa hasta Baja California, se abría a los expedicionarios con promesas de riquezas sin fin; atravesarlo y encontrar el tornaviaje –de Asia a América a través de ese océano– se volvió un nuevo reto para la Corona y su representante, el virrey de Nueva España. Desde el periplo alrededor del mundo iniciado por Fernando de Magallanes en 1519 y concluido por Sebastián Elcano en 1522, la posibilidad de encontrar una ruta que comunicara a dichos continentes (y con ella el acceso a China y al rico comercio de las especias) llevó a los españoles a competir con los portugueses, asentados desde hacía décadas en territorios asiáticos. Aunque Carlos V había pactado con Portugal no intervenir en las Molucas, las islas productoras de pimienta, canela y clavo, la llegada al Oriente se presentaba como una atractiva fuente de riqueza.

Por ello, en 1541 Mendoza envió una expedición hacia las islas de San Lázaro, al mando de Ruy López de Villalobos, con severas instrucciones para que se restringiera a tratar de explorarlas y colonizarlas, en tanto estaban en el límite de los tratados, y evitando los territorios portugueses. Después de varios intentos de asentamiento y de renombrar esas islas como las Filipinas –en honor del príncipe heredero Felipe de Habsburgo–, Villalobos y sus hombres fueron expulsados por los nativos hostiles. Por ello se vieron obligados a buscar refugio en las Molucas y, después de algunas escaramuzas con los portugueses, fueron encarcelados; Villalobos murió en cautiverio. La ansiada ruta del tornaviaje sería descubierta veintidós años más tarde por fray Andrés de Urdaneta y Miguel López de Legazpi.

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