En medio del conflicto con las autoridades episcopales, los franciscanos se hicieron cargo del gobierno del recinto religioso de Santa Clara, con el apoyo de las Galván.
En 1566 se emprendió el establecimiento del segundo convento de la Ciudad de México. Las fundadoras fueron las mujeres de la familia Galván: cinco hermanas y su madre que, desde 1560, se sabía llevaban una vida de recogimiento y clausura en Puebla. Así, en 1567 el cabildo de la ciudad y el arzobispo Alonso de Montúfar las invitaron a la capital de Nueva España. Después de estar un tiempo en una casa alquilada, se les acomodó cerca de la ermita de la Santísima Trinidad. Hasta ese momento, tal espacio había sido utilizado por el gremio de los sastres, aunque no fue difícil llegar a un acuerdo. Para marzo de 1569 y bajo la tutela del arzobispo, las beatas ya vivían ahí y usaban la ermita de la Santísima como iglesia.
En aquel 1569 también llegó la bula que oficializó la fundación del convento; en ella, el papa Pío V asentó que el nuevo monasterio debía quedar bajo la tutela franciscana en tanto que seguirían la regla de Santa Clara. Al respecto, fray Francisco de Ribera, la mayor autoridad de los franciscanos en Nueva España, se negó a aceptar tal asignación argumentando que hacerse cargo de las monjas resultaría una distracción para evangelizar a los indígenas, tarea por la que estaban en las Indias. Ante la negativa, el arzobispo recibió formalmente a las mujeres bajo su obediencia, proveyéndolas de un sacerdote que las administrara espiritualmente y ratificando a la ermita de la Santísima Trinidad como el espacio para sus oraciones, dirección espiritual y prácticas devotas.
Bajo el impulso del episcopado, en 1571 se formó una comisión para definir los elementos faltantes para que las mujeres que se encontraban recogidas pudieran profesar y ser monjas. El 12 de octubre de ese año se determinó que aún no podían tomar los votos correspondientes, pues no habían cumplido el año de noviciado. Además, la junta había cuestionado la posibilidad de que María de San Nicolás –una de las hermanas Galván– pudiera tomar los votos porque estaba casada.
Por su parte, en ese mismo octubre, las Galván escribieron al papa pidiéndole diversas concesiones, entre las que estaban que se les diera la profesión sin el año de noviciado y que cualquiera de ellas pudiera ser elegida superiora, aunque aún no cumpliera los cinco años de profesión ni tuviera la edad requerida por la normativa eclesiástica vigente. Argumentaban que ya llevaban doce años “en religión”, contando los ocho años de Puebla y los cuatro en la Ciudad de México. Igualmente, pidieron que se le concediera a María de San Nicolás la perpetuidad en su puesto como abadesa y, una vez que muriera, que el cargo pasara a otra de las hermanas fundadoras. Además, señalaron que daban la obediencia al episcopado, pero sin que “se entremeta en lo que toca a la ordenación y oficios de la casa”. También solicitaron que el monasterio se hiciera al gusto de las monjas, sin que Alonso de Montúfar o cualquier otra persona pudiera intervenir. En conjunto, resultaba evidente que las fundadoras querían profesar sin sujetarse al episcopado y, menos aún, a las normas que en ese entonces ya había establecido la Iglesia.
Afrenta al episcopado
El proceso fundacional para lograr que la casa de recogidas se convirtiera en un monasterio –es decir, en una casa de monjas profesas– se fue haciendo cada vez más complejo. Con la muerte del arzobispo en 1572, el cabildo de la catedral se hizo cargo de la casa y el último trimestre del año emprendió una visita probablemente con el cometido de sujetar a las mujeres que ahí residían a los dictados de la Iglesia.
Paralelamente, desde Roma, el general de los franciscanos, como su autoridad suprema, pidió a los frailes que aceptaran a las monjas. En este sentido, fray Miguel Navarro, quien sustituyó a Ribera como la cabeza franciscana en la Nueva España, comenzó a gobernar el monasterio sin consentimiento del arzobispo, que para ese momento era Pedro Moya de Contreras. Este solicitó a Navarro que no se entrometiera en el gobierno de las beatas. Por su parte, las mujeres Galván tomaron partido por los franciscanos. Esto sobre todo debió generarse porque Moya se había negado a darles la profesión, pues argumentaba que, aunque tenían años en la casa, no habían cumplido conla clausura requerida ni con el resto de los aspectos dictados por la Iglesia.
Por fin, en noviembre de 1573 María de San Nicolás obtuvo la anulación de su matrimonio y, por consiguiente, el camino libre para profesar, por lo que no había más que esperar. Ante la petición de las propias mujeres, y para legitimar su jurisdicción sobre ellas en detrimento de la del arzobispo, Navarro les otorgó la profesión y nombró oficialmente a María de San Nicolás como superiora.
Ante esta afrenta a la autoridad episcopal, el provisor o juez eclesiástico de la causa, Esteban de Portillo, pidió al administrador del dinero conventual que retuviera las dotes; asimismo, intentó visitarlas para reformarlas, pero las ya profesas no se lo permitieron. Por su parte, las monjas nombraron a un nuevo administrador y se quejaron, pues sin las dotes, decían, morían de hambre. Después de todo, era con ese pago que daban las mujeres al profesar con lo que se mantenía el convento.
En respuesta a su desobediencia, Portillo las excomulgó y ellas llevaron la causa a la Audiencia. Su argumento era que tiempo antes el arzobispado había tenido a mujeres seglares a su cuidado, cuando no era “monasterio formado”, pero en el presente eran clarisas y las bulas marcaban que quienes debían administrarlas eran los franciscanos. En febrero de 1574 la Audiencia dictó sentencia en favor de las monjas para que eligieran la jurisdicción a la que querían quedar adscritas.
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