La historia de un ermitaño vasco que llegó a la Nueva España a mediados del siglo XVII y fue juzgado por el Santo Oficio
La tarde del 9 de diciembre de 1659, los habitantes de la Ciudad de México vieron salir de las cárceles del Santo Oficio a un prisionero de casi cincuenta años, desnudo del torso y montado en un burro, el cual fue exhibido y azotado por las calles mientras un pregonero vociferaba sus delitos. Tras el cumplimiento de esta punición, dicho individuo, que se llamaba Pedro de Zavala, pero que se hacía nombrar Salvador de Victoria porque, según él, así se lo había ordenado Jesucristo en una visión que había tenido en el pasado, fue desterrado al puerto de Cavite, en Filipinas, en donde trabajaría por seis años en la construcción y reparación de las naos que allí se fabricaban. De acuerdo con la resolución del tribunal, pasado ese tiempo recuperaría su libertad, pero nunca podría regresar a la Nueva España, so pena de que si lo hacía sería condenado a remar en las galeras reales durante diez años. El caso, al parecer, fue muy sonado entre los vecinos de México, no solo por la ejecución de la sentencia, sino también porque este personaje era bastante conocido y, en apenas unos cuantos meses, se había ganado la confianza de varios de ellos, incluyendo la del propio arzobispo de México don Mateo de Sagade Bugueiro.
¿Quién era este hombre y por qué, a pesar de que gozaba de tanta popularidad, terminó siendo castigado de esta manera por la Inquisición?
Ser ermitaño
Salvador de Victoria nació hacia 1611 en la ciudad de Vitoria, perteneciente a la provincia vasca de Álava. Cuando tenía tres años se fue a vivir con un tío suyo a Madrid, y después, por muerte de este, pasó a la ciudad de Sevilla, en donde fue criado por un carpintero llamado Juan Mejía, quien le enseñó su oficio, a leer y a escribir. Al cumplir los veinte años decidió mudarse al puerto de Sanlúcar de Barrameda y mantenerse del trabajo que había aprendido, pues para ese momento ya había alcanzado el grado de oficial de carpintero. No obstante, al poco tiempo de haber llegado, optó por abandonarlo todo e irse a vivir con un grupo de ermitaños que conoció en unas cuevas que se encontraban en la playa, los cuales se hacían llamar los “ermitaños de San Pablo” en honor a San Pablo de Tebas, uno de los primeros santos eremitas en la historia del cristianismo.
Se desconoce qué motivos pudo haber tenido Salvador para tomar esta decisión. Empero, hay que tener en cuenta que, desde los primeros siglos de nuestra era y hasta finales del siglo XVIII, fue común que algunos hombres quisieran convertirse en ermitaños y se fueran a vivir, de manera individual o colectiva, a parajes deshabitados como ermitas, cuevas, montes y bosques, puesto que se pensaba que era un camino válido de perfección cristiana para salvar el alma y llegar al cielo: una preocupación fundamental en aquellas sociedades que eran sumamente religiosas. Asimismo, era una forma de vida que podía resultar bastante atractiva, ya que los eremitas, al ser considerados posibles santos, recibían toda clase de limosnas y donaciones, y en muchas ocasiones eran favorecidos por los nobles y los gobernantes.
De hecho, a pesar de que en el ideal el ermitaño debía de renunciar a la compañía humana y a los placeres del mundo, con el paso del tiempo fue más común que estos personajes vivieran cerca o dentro de las ciudades y aceptaran los obsequios y favores que les otorgaban. Algunos, incluso, se proyectaron como curanderos y profetas, capaces de realizar portentos y milagros, lo cual no solo les ayudaba a obtener más donativos, sino también un prestigio social que, de otra manera, difícilmente hubieran conseguido. En este tenor, es probable que Salvador de Victoria haya visto en esta congregación de San Pablo la posibilidad de llevar una vida más espiritual que le ayudaría en su camino de salvación, pero también la oportunidad de recibir limosnas con las cuales sustentarse, sobre todo si consideraba que su oficio de carpintero no le estaba proporcionando los ingresos suficientes.
Salvador vivió con dichos ermitaños durante los siguientes cuatro años. Pasado ese tiempo, debido a que las donaciones comenzaron a escasear como consecuencia de la muerte del duque de Medina Sidonia, uno de los nobles más importantes de Andalucía y el principal benefactor de aquella congregación, los abandonó y regresó a Sevilla. Sin embargo, a los pocos meses de haber vuelto, tuvo que dejar nuevamente la ciudad, ya que esta fue azotada por una de las pestes más mortíferas que sucedieron en aquel siglo: la de 1649, la cual cobró la vida de casi la mitad de la población hispalense.
Del convento a América
Al parecer, luego de andar deambulando por varias regiones del sur de España, Salvador decidió ingresar y profesar como fraile lego en el convento de los frailes capuchinos de Granada, tal vez porque consideraba que ahí podría solventar sus necesidades espirituales (no hay que olvidar que esta orden religiosa tenía tendencias eremíticas) y, al mismo tiempo, garantizar su manutención, algo que resultaba fundamental en un contexto en el que, como corolario de la pandemia, escaseaban los víveres.
No obstante, a pesar de que estuvo con estos religiosos durante algunos años, al final optó por escapar del convento y retomar su antigua vida de ermitaño, resultado de que nunca logró adaptarse a la vida conventual y que consideraba que sus compañeros no se conducían acorde a las normas y los valores de su institución. Esta crítica, cabe señalar, no carecía de razón y no era privativa de este personaje: desde finales del siglo XV existían en varias partes de Europa muchas voces (pensemos tan solo en la de Erasmo o en lade Lutero) que consideraban que los frailes ya no vivían con austeridad y ascetismo, y que se habían entregado a toda clase de vicios y pecados como la lujuria, la gula, la soberbia, el nepotismo o la acumulación de riquezas.
Ahora bien, independientemente de que sus motivos no hubieran sido infundados, lo cierto es que al huir del convento Salvador de Victoria se convirtió en un fraile prófugo y en un apóstata. Por ello, desde ese momento, su vida se tornó bastante itinerante: estuvo en diversas localidades de Andalucía; en San Cristóbal de la Laguna (Tenerife); en el puerto de Cacheu (ubicado en la actual Guinea-Bisáu); y, con la ayuda de un capitán que piloteaba un barco de esclavos negros, llegó a Cartagena de Indias. De ahí, gracias al auxilio que le prestaron otros marineros,navegó hasta los puertos de Campeche y Veracruz, desde donde prosiguió su viaje a la Ciudad de México, a la cual llegó en febrero de 1659. Este extenso recorrido no solamente da cuenta de la enorme movilidad que existía en esa época –contrario a lo que podría pensarse–, sino también de que, a pesar de que existía una reglamentación para viajar a América, esta no siempre se cumplía y varios podían pasar sin control alguno.
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Un fraile prófugo y apóstata