Con la llegada a América de técnicas europeas de albañilería, carpintería, fundición, entre otros oficios, los indígenas se instruyeron en ellas. En un principio pudo observarse como una fusión de conocimientos que beneficiaría a la producción en estos lares, pero en la práctica también fue un dolor de cabeza para las autoridades.
Tras su llegada a México-Tenochtitlan, los españoles observaron que los artesanos de la gran urbe mesoamericana habitaban con los de su oficio una zona predeterminada de la ciudad. Estos trabajadores habían aprendido de sus ancestros la habilidad y perfección de sus saberes.
Con la llegada a América de técnicas europeas de albañilería, carpintería, fundición, entre otros oficios, los indígenas se instruyeron en ellas. En un principio pudo observarse como una fusión de conocimientos que beneficiaría a la producción en estos lares, pero en la práctica también fue un dolor de cabeza para las autoridades.
Ante la variopinta forma de realizar ciertos encargos, se tuvo que reglamentar cómo debería hacerse tal o cual tarea. Como árbitros entre la sociedad y el cabildo fueron nombrados los individuos más capaces de los diferentes oficios, naciendo así los primeros gremios americanos y las primeras ordenanzas a partir de 1542, de acuerdo con el historiador Manuel Carrera Stampa, quien también indica: “Los gremios se constituyeron cada día como cuerpos cerrados, celosos de sus privilegios y mantenedores recalcitrantes de la exclusivista y jerárquica separación entre aprendices, oficiales, maestros y veedores, teniendo como base una odiosa diferenciación clasista”.
El gobierno de Nueva España llegó a trabajar con más de doscientos gremios, varios lo suficientemente poderosos como para colocar en el cabildo a sus miembros y así obtener ventajas económicas y reglas favorables. Esta participación política contribuyó a la diferenciación racial y social de dichos grupos, condición que prevaleció durante la colonia.
En las últimas décadas del siglo XVIII, los otrora poderosos gremios recibieron críticas durísimas por parte de empresarios y de los mismos funcionarios de la Corona, quienes tras las reformas borbónicas veían en esas agrupaciones defensoras de tasas, leyes y costumbres antiguas un despropósito para la productividad y la actividad mercantil libre.
Gaspar Melchor de Jovellanos, fiscal de la Junta de Comercio y Moneda, sostuvo en 1785 que había que otorgarse libertad absoluta de trabajar en cualquier arte u oficio sin sujeción a preceptos rigurosos y restrictivos. Según Carrera Stampa, “el derecho al trabajo alcanza, para Jovellanos, tanta extensión como el de vivir”.
Será hasta el México independiente que estas antiquísimas instituciones desaparecerán y de a poco los barrios de los oficios también.
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